Han pasado meses desde que el velo del olvido se posó sobre las mentes de Tamara y Cass. El refugio de los mundanos vivos, en Buenos Aires, había recuperado su quietud, una paz que, para ellos, era un bálsamo agridulce. El mundo exterior continuaba su lenta, pero tenaz, reconstrucción. Las cicatrices de la Nueva Era seguían visibles, pero la vida florecía en los rincones más inesperados, un testimonio de la resiliencia de la Creación. Para Tamara, la Oscuridad, el olvido era una constante. Había un hueco en su esencia, una ausencia de algo preciado que no podía nombrar. No sentía el dolor punzante de la pérdida, pero la sensación de un espacio vacío, de una parte de ella misma que había sido arrancada, persistía.
Cass, el Ángel del Señor, también vivía con esa extraña ligereza, esa pizarra limpia en su vasta memoria.
El Creador, en su sabiduría, había borrado toda la historia de Rubby, de su existencia, de su sufrimiento y de su liberación, no solo de sus padres, sino también de Luke, los Winchester y hasta de Lucifer.
El equilibrio había sido restaurado, pero a un costo incomprensible.
Una tarde, mientras el sol se ponía, pintando el cielo con tonos de naranja y violeta, Tamara y Cass estaban sentados en la sala principal del refugio. Habían estado revisando los informes de las anomalías restantes, los ecos del caos que aún se agitaban en los rincones del mundo. La tarea era ardua, la vigilancia, eterna.
Tamara dejó caer una tableta con informes sobre su regazo, sus ojos fijos en el techo abovedado del búnker. Una sensación de melancolía la invadió, una tristeza sin un objeto específico.
—A veces —comenzó Tamara, su voz era un susurro que apenas se oía en la vastedad de la sala—, siento… algo. Como si me faltara una parte. Una parte de mí.
Cass, que estaba sentado a su lado, la miró.
Sus ojos, que habían visto eones, mostraban una comprensión silenciosa.
Él sentía lo mismo.
Una ausencia, un vacío en su propia esencia.
—Es el precio del equilibrio, mi amor —dijo Cass, su voz resonando con una familiaridad que no necesitaba recordar para sentirla. Se refería a los sacrificios que habían hecho para restaurar el orden en la Creación, sacrificios cuya naturaleza exacta se les escapaba—. Hubo algo… algo que dimos. Por el bien mayor.
Tamara asintió, su mirada aún distante.
—Pero ¿qué era? ¿Qué pudo ser tan importante como para dejar este… este hueco?
La pregunta de Tamara colgó en el aire, una pregunta sin respuesta en sus mentes, una que el universo no les permitiría responder. Hablaron sobre el pasado, sobre los eones que habían pasado juntos, sobre la naturaleza de la Oscuridad y la Luz, sobre su papel en la Creación. Hablaron de las batallas que habían librado, de los mundos que habían visto nacer y morir. Pero siempre, había un punto ciego, una historia que no podían tocar.
—Recuerdo… —dijo Cass, su voz más suave, casi pensativa— …haber sentido una alegría que nunca antes había conocido. Una felicidad tan profunda que alteró mi esencia. Debió de haber sido algo de inmensa importancia para nosotros.
Tamara lo miró, y un atisbo de esa misma alegría, una emoción fantasma, cruzó su propio rostro.
—Sí. Yo también lo siento. Una felicidad que no puedo nombrar. Como el eco de una melodía perfecta.
Y así, en esa extraña danza del olvido, comenzaron a hablar de lo que podría haber sido. Inventaron historias, escenarios, llenando el vacío con imaginación, buscando un consuelo que la memoria les negaba.
—Quizás… tuvimos un cachorro —dijo Tamara, una leve sonrisa apareciendo en sus labios.
La idea de un pequeño ser de Oscuridad y Luz, jugando en el búnker, llenaba ese hueco con una calidez tierna.
Cass, con una rareza que era característica en él, sonrió.
—Un pequeño ser que corría entre los pasillos, haciendo travesuras. Un ser que nos hacía reír.
Inventaron momentos, risas imaginadas, problemas imaginarios. Se permitieron soñar con una vida que no recordaban, una vida llena de una alegría que sabían que había existido.
—Tendría los ojos como los tuyos —dijo Tamara, mirando a Cass—, azules como el cielo. Y el cabello oscuro, como la noche.
Cass asintió, su mirada soñadora.
—Y tu fuerza. Tu esencia. Un ser que uniría la Luz y la Oscuridad en perfecta armonía.
El juego se prolongó, un bálsamo para sus almas. Hablaron de enseñarle a ese "cachorro" los secretos del universo, de la danza de las estrellas, de la importancia del equilibrio. Hablaron de protegerlo, de verlo crecer, de verlo convertirse en un ser de inmenso poder y bondad.
Pero a medida que la fantasía se volvía más vívida, una sombra comenzó a cernirse sobre ellos. La alegría imaginada comenzó a mezclarse con una punzada de dolor, un temor subyacente que no podían identificar.
—Pero… —dijo Tamara, su voz se apagó, y el peso de esa ausencia innombrable se hizo más pesado—. No está aquí. No está con nosotros.
Cass asintió, su sonrisa se desvaneció.
La realidad se imponía.
La ausencia.
El vacío.
La sensación de haber perdido algo, incluso si no podían recordarlo.
—Si hubiera existido un ser así —dijo Cass, su voz era grave, teñida de una tristeza que no podía explicar—, y ya no está… entonces, debe haber una razón. Un costo.
La implicación era clara, aunque las palabras específicas no pudieran pronunciarse. El "cachorro" imaginado había sufrido. Había sido dañado. Y la culpa, una emoción ancestral que no necesitaba memoria para existir, se aferró a Tamara y Cass.
—¿Lo habríamos protegido? —preguntó Tamara, su voz era un lamento—. ¿Si hubiéramos tenido un hijo… lo habríamos cuidado? ¿Lo habríamos… salvado?
La pregunta era una herida abierta. La respuesta, un eco de un fracaso que no recordaban. Sentían la culpa, una pesadez en sus esencias, por algo que no podían nombrar, por un error que no podían identificar.
Cass la abrazó, su luz envolviendo la oscuridad de Tamara.
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Editado: 30.08.2025