50 Años de Espera

Recuerdos escritos con lágrimas de un soldado.

PRIMERA PARTE:

Ya no recuerdo qué año era, han pasado tantos años... A veces las imágenes de esa época son demasiado vívidas, otras muy borrosas... Soy un anciano ahora y todo se me olvida, excepto... Ella. Eran los últimos años de la guerra, ¿pero cuál? Es algo que dejó de importarme hace mucho. Todo ese tiempo perdido, esos dos últimos años... Debí haberme quedado en ese pequeño y desconocido pueblo en medio de la nada. Tal vez de esa forma hoy en día todo sería diferente.

Era diciembre, a unos pocos soldados se nos habían designado a ese pueblo. En aquel entonces solo me importaba no terminar en el peor sitio posible, pero estar alejado del enfrentamiento traía paz a mi mente, más no así a mi corazón. Regresaba de un pequeño paseo tras comer, me gustaba salir después del toque de queda porque no había nada más que silencio, y por el hecho de ser un oficial podía hacerlo. Caminaba tratando de que mis manos entrasen en calor al frotarlas, había olvidado los guantes y hacía mucho frío. Las luces de la calle parpadeaban de vez en cuando y observando los alrededores la luz en un edificio llamó mucho mi atención, no debería de estar abierto. Al mirar más detenidamente a la ventana puede ver a una joven leyendo un libro. Levantó la cabeza justo cuando daban las primeras campanadas marcando el final del día y el comienzo de uno nuevo. Nuestras miradas se cruzaron y siguiendo un impulso mis pasos me guiaron a la entrada, la cual resultó ser una biblioteca.

Al entrar la vi parada a un lado del gran mostrador, llevaba puesto un vestido azul de mangas largas que le llegaba por debajo de las rodillas, tenía medias negras y zapatos negros de tacón bajo. Era una muchacha menuda, dudaba que tuviera más de 18 o 20 años.

—E-ee-sto... Buenas noches... Señor... Perdóneme por la hora, no había notado lo tarde que es—. Decía con voz tenebrosa mientras limpiaba el cristal de sus gafas.

—Buenas noches señorita... Feliz navidad—. Me miró extrañada—. Es navidad, 25 de diciembre ya.

—Oh... Feliz navidad para usted también Señor.

—Si me permite preguntarle, ¿por qué se encuentra tan tarde en un lugar como este, el cual debería estar cerrado?

—Verá... Soy bibliotecaria, me llamo Lizz. Hace dos días llegaron unos libros nuevos y a penas hace un par de horas he terminado de acomodarlos, soy muy responsable con mi trabajo. Luego me puse a leer uno de los libros que llamó mi atención, perdí la noción del tiempo inmersa en la lectura, de hecho terminé leyendo varios libros.

—Ya veo, han de ser muy buenos entonces. Una muchacha tan bella como usted no debería estar sola el día de navidad.

—No es molestia para mi Señor, me gusta estar aquí... Además no tengo familia—. Me contestó algo apenada y sonrojada por mi comentario.

—Entiendo. Dígame, ¿hace cuántas horas que no come?

—Eeeh... ¿Cómo lo supo? Creo que desde el mediodía.

—Solo lo deduje, no es muy difícil de adivinar si ha estado acomodando y leyendo libros todo el día. 

—Claro, ¿quiere tomar asien...—La interrumpí en medio de la frase.

—No. Es hora de cerrar. Permítame acompañarla a su casa, para asegurarme de que coma algo o deje que la lleve al hotel, dónde pretendía volver cuando vi que había luz aquí, ordenaré que le den de comer y claro está correrá por mi cuenta.

—No es necesario Señor, le permitiré acompañarme a casa. Me sentiré más segura si lo hace. Además... Me siento culpable por haber sido tan descuidada y dejar que sea tan tarde sin poder volver a mi hogar. Y también por tener que obligarlo a que me acompañe—. Me contestó cabizbaja.

—De acuerdo—. Respondí haciendo un gesto con la mano para que salga. Tomó su cartera metiendo unos dos libros dentro y su abrigo. Ambos salimos y ella cerró con llave.

No caminamos mucho hasta que llegamos a una pequeña y vieja casa. Me dejó entrar en ella y calentó algo de comida, comió en silencio. Al terminar me ofreció postre y lo acepté con gusto. Me pareció que en la casa hacía más frío que afuera, le pregunté por la calefacción y dijo que podía entender la chimenea.

—Disculpe Señor, no me ha dicho su nombre.

—Me llamo Gabriel. Encantado.

—Es un gusto—. Me sonrió al decirlo por lo que no pude evitar devolverle la sonrisa.

En la sala, sentados frente a la chimenea comenzamos a charlar, mientras tomábamos chocolate caliente. Pese a que acabamos de conocernos a penas hace una hora, hablamos con confianza de muchas cosas. Me contó que sus padres habían fallecido tras cumplir los 18 años y que ahora tenía 23. Que perdió a su único hermano en la guerra. Yo la oía absorto en sus palabras, luego le hablé sobre mi por varias preguntas que me hizo y dije cosas que jamás le había dicho a nadie. No sé cómo pude hablarle de mi alcohólica madrastra y que la soportaba por mi medio hermano. Me había enlistado para no tener que verla cada vez que me pedía dinero. Mi hermano aún no era mayor de edad, en dos años más podría salir de la casa dado que él tampoco aguantaba sus maltratos. Por supuesto hacía unos 10 años que yo había salido de allí, me llevó mucho tiempo poder hacerlo. Me obligó a trabajar desde los 12 años, sin que mi padre se enterara porque ella se gastaba todo el dinero que él le daba. 




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