Tiempo atrás, solía escuchar música de mi teléfono con unos audífonos
mientras mamá conducía. Ahora, sin embargo, prestaba mayor atención
a la arquitectura de las calles mientras avanzábamos a mediana
velocidad. Es curioso cómo la falta de uno de los sentidos puede obligarte
a ser una persona más cuidadosa con los detalles.
Para estas vacaciones repentinas, mamá había escogido L´Aquila, la
capital de la región italiana de Abruzos, en el centro de Italia. Por su
trabajo, profesora de arte en una importante universidad de nuestro
país, mamá, además de coleccionar gran cantidad y variedad de libros y
artículos sobre arte, de tanto en tanto debía viajar para poder investigar
distintos aspectos sobre su materia. Cosa que podía permitirse con
relativa facilidad, y realmente disfrutaba.
-Tal como dijo el gran Confucio, cariño: Escoge un trabajo que te guste, y
jamás tendrás que trabajar ni un solo día de tu vida. -Me dijo una vez.
Y cómo lo disfrutaba. Algunas veces la vi preparar el material para sus
clases, y el entusiasmo se personificaba intensamente en su rostro.
La misma expresión que tenía ahora mientras estaba al volante.
Nos dirigíamos, según el mapa del folleto que mamá me había
entregado, hacia el área de Rivera, cerca de un extenso río llamado
Aterno. Hasta ahora ella no me había dado demasiadas pistas de a dónde
nos dirigíamos, pero no tenía duda alguna de que sería una experiencia
magnífica.
Desde hacía ya algún tiempo, tanto mi madre como Patrick habían
llegado a un acuerdo conmigo, ellos sabían que yo detestaba a más no
poder el tener que usar el auxiliar auditivo. Sobraban las razones: Me
hacía sentir frustrada e impotente tener que llevar un pequeño
dispositivo ridículo en mi oído derecho durante cada hora del día, se
sentía cada sonido terriblemente artificial, irreal, además mi condición
afectaba ambos oídos, por lo que el apoyo del dispositivo era, cuando
menos, parcial. A final de cuentas, el acuerdo consistió en que yo
utilizaría el aparato solamente durante unas cuantas horas por día. No
quería perder contacto con ellos, ni desconectarme del mundo en su
totalidad siempre que pudiera evitarlo, tampoco deseaba depender
netamente del uso del auxiliar, así que acepté.
Ahora no lo llevaba puesto, mamá sabía que no podía conversar
conmigo mientras conducía, pero lo respetaba.
Las calles italianas, sean de la ciudad que sean, siempre lograban
deslumbrarme, y no era para menos, pues la arquitectura de gran
cantidad de estas ciudades provenían de grandes como Gian Lorenzo
Bernini, Michelozzo, Filippo Brunelleschi, e inclusive, el mismísimo Miguel
Ángel. Personas de gran renombre que convertían su labor en arte.
Simplemente deleitaban hasta la mente menos curiosa.
Había tenido cuidado de escoger ropa cómoda para la ocasión, unos
sencillos pantalones de Jean y una camiseta sin mangas bajo una camisa
abierta de cuadros. Durante nuestros paseos, mamá solía hacernos
caminar un poco para visitar sitios interesantes.
Recordé una vez, cuando mamá compró la réplica del entristecido
hombre encarcelado -Miranda en la Carraca-, habíamos visitado una
ciudad llamada Lara, en Venezuela. Allí me llevó a conocer el Obelisco de
Barquisimeto, una enorme construcción de unos setenta metros de
altura, con un aspecto un poco similar al monumento a Washington, sólo
que quizá un poco menos alto y con una forma completamente
rectangular, a diferencia de la piramidal del monumento a Washington.
En su base, una escalera conducía hasta una puerta a unos ocho metros
del suelo, a través de la cual se podía acceder al interior de la
construcción, donde un ascensor conducía a un mirador en lo alto, desde
el cual se puede observar gran parte de la hermosa ciudad. La parte alta
del Obelisco se encontraba decorada con un reloj analógico, justo debajo
de las ventanillas del mirador. Era bastante imponente.
Luego de haber ascendido hasta el mirador, y de habernos tomado unas
cuantas fotos en la hermosa plaza que rodeaba el ícono arquitectónico,
mamá me había llevado caminando por la calle Pedro León Torres,
contándome curiosidades sobre la ciudad, cosa que había logrado que el
recorrido se sintiera realmente corto. Finalmente, cruzamos en una calle
y me guió hasta un deslumbrante parque, el cual supe más tarde que
recibía el nombre del parque Ayacucho, y que además se trataba del
primer parque de Latinoamérica con acceso disponible para vehículos. En
el centro del parque, una estatua de Antonio José de Sucre -persona por
la cual el sitio recibía su nombre, pues él había recibido el título de Gran
Mariscal de Ayacucho-, que, pensaba ahora, no difería mucho del estilo
artístico de muchas de las aclamadas obras en las calles de Florencia.