Poco más de un año después:
Acababa de arrancar mi turno en la cafetería cuando ya había un enorme retraso en el servicio de desayunos. En estos casos lo importante era no impacientarme y no poner nerviosa a la cocinera quien, en un descuido, podía clavarme el cuchillo jamonero sin el menor remordimiento. Así que tras cambiarme, proveché esos instantes para salir y tomar pedido a las mesas que aún no habían sido atendidas.
He de reconocer que me gustaba trabajar cara al público, ofrecerles los especiales del día, charlar con la gente e incluso escuchar coqueterías de hombres que podían ser mis abuelos con la más falsa e incómoda de las sonrisas. Pero sobretodo me gustaba porque en este empleo había acabado mi mala racha de búsquedas incesables de trabajo. Después de haber pasado un largo tiempo que no conseguía mantener un puesto, de hecho, haciendo cuentas, me habían echado de más de seis empleos en cuestión de cuatro meses, pero esta vez me había prometido mantener mi cargo de camarera. No es por presumir, pero soy muy buena en ello, la gente me adora y por si fuera poco, por fin tras mucho tiempo, parecía encajar en un lugar. Y no era gracias a mis compañeras, sino más bien todo lo contrario.
Un grito que provenía desde la cocina me sacó de mis pensamientos; Coral, la cocinera quien reclamaba mi ayuda para poder llevar los pedidos a las mesas dado que ya estaban listos. Me dirigí con paso acelerado a su lugar sagrado y tomé los pedidos para poder organizar mi bandeja. No fue para nada complicado, le había cogido el truco pasados unos días, así que ahora que llevaba ya unos meses trabajando, me parecía de lo más sencillo.
Iba de camino a una mesa con la sonrisa más amplia que puede haber para servirle a una pareja de adolescentes su desayuno, cuando me tropecé con mis propios pies haciendo que todo lo que llevaba en mi bandeja se estrellase en el suelo provocando la atención de todo el mundo. Era imposible ser tan torpe, pero obviamente yo lo era, desafiaba la ley de la imposibilidad y la vencía cual campeona.
Los cuchicheos por parte de los clientes, al igual que de las camareras se hicieron cada vez más evidentes y me sonrojé casi al instante por la vergüenza de ser el centro de atención en un momento tan embarazoso. Pero al darme cuenta de que las que más estaban susurrando y riéndose eran las arpías de mis compañeras que por alguna extraña razón me odiaban, me tranquilicé y decidí limpiar todo lo más rápido posible. Me agaché a recoger el estropicio que había causado, comenzando a recoger los platos rotos y colocándolos en mi bandeja de nuevo, cuando una voz bastante conocida me hizo detenerme.
—Abril, a mi despacho, ahora —era mi jefe, hablando con su nivel de autoridad frecuente, logrando asustar al más valiente de los valientes.
—Claro, acabo de recoger y voy— le contesté sin siquiera girarme a verle mientras proseguía en mi tarea de limpiar el desastre que había creado.
—He dicho ahora. Melanie, acaba de recoger ese desastre y poneros todas a trabajar, que estoy seguro que no os pago por estar cuchicheando. —ordenó y pude percibir como giraba sobre sus talones y comenzaba a volver por el mismo camino que había venido.
Como por acto reflejo me levanté de inmediato, sacudiendo mi uniforme para tratar arreglarlo lo mejor posible y seguí sus pasos con cierto nervio. Si llegaba a perder el trabajo por ser torpe, estaba más que perdida mi vida laboral y mi independencia, sin contar que este trabajo me daba el sustento para sobrevivir día a día.
Entré en el despacho, ya que la puerta estaba abierta, y fruncí el ceño al dar un rápido vistazo a mí alrededor y no encontrarme a mi jefe sentado entre montañas de papeles que solían estar amontonados en su escritorio. Avancé unos pasos más esperando que eso me ayudase a ubicarle pero nada, no hubo suerte.
De pronto, el ruido de la puerta cerrándose a mi espalda junto al inesperado tirón a mi mano, hizo que pegase un pequeño grito de sorpresa que quedó acallado por lo labios de mi jefe. Sus habilidosas manos se colocaron estratégicamente en mi trasero para que no pudiese separarme y sus labios se adueñaron de los míos como otras tantas veces habían hecho. De manera inconsciente le permití el acceso a mi boca y su lengua comenzó a jugar con la mía como si se conociesen de toda la vida. Y aunque no fuese así exactamente, pasaba desde hace unos meses y no pensaba impedirme disfrutar de estos morbosos momentos.
—Odio lo caliente que te llegas a ver con ese uniforme —habló con la respiración agitada Alejandro nada más cortamos, de mala gana, nuestro beso por la necesidad de aire en nuestros pulmones.