Daniel siguió atacándome todo el tiempo que estuvimos con ese grupo. Mi situación empeoró cuando se acabó el combustible, y tuvimos que caminar.
—¿Me quitarás estas porquerías? —le pregunté a García, quien seguía con la consigna de llevarme como prisionero. Ni siquiera cuando retrasé al grupo, accedió a soltarme.
—Aún no sufres lo suficiente, maldito —respondió.
—Espero vivir lo suficiente para que completes tu venganza.
—¡¿Crees que soy como tú!? —gritó apuntándome con un arma.
—Guarda eso —respondí—, asustas al grupo y no me matarás. Deja de engañarte.
—¿En verdad crees eso? —quitó el seguro del arma y volvió a apuntarme en la cabeza—, ¿crees que no tengo valor?, ¿¡sabes a cuánta gente he matado?¡
—No, y estoy seguro que tú tampoco sabes a cuánta gente he matado, ¿esto será una competencia de egos?, ¿o jalarás de una vez el maldito gatillo?
Sus ojos me miraron con un profundo odio, sus dedos temblaron por jalar el gatillo, pero no lo hizo, sino que apartó su arma y disparó al aire. —Libera al maldito bastardo —sentenció de mala gana.
—Pero señor… —respondió uno de los soldados.
—¡Que lo liberes!
Quitarme las cadenas fue un alivio. Caminar bajo un cielo nublado por ceniza, con un calor endemoniado proveniente de quién sabe dónde, era peor que estar muerto. Los soldados me golpearon con sus armas cuando estuve libre, después me tiraron al piso y me obligaron a arrastrarme al frente del grupo.
Todo el cansancio de haber pasado varios días con poca agua, comenzó a afectarme. Primero aluciné un poco, veía —frente a mí, sobre la autopista— a Cristina; llevaba a su bebé entre los brazos y se alejaba con lentitud. Al comienzo la ignoré, solo agaché la vista y seguí moviéndome.
Sin embargo, después de varias horas, comencé a perseguir la ilusión. Daba pasos cortos, susurré su nombre un par de veces. —¿Ahora sí me quieres? —me respondía como si fuera un eco que viaja sobre el viento. «Sí», le contestaba.
—¿Ahora sí nos amas? —preguntó antes de que cayera inconsciente.
—No… aún no —perdí el conocimiento. Lo último que sentí fue la dureza del asfalto.
No sé cuánto tiempo pasó para que me despertara. Al abrir los ojos, me encontré rodeado por las personas religiosas, también estaba García y unos soldados. —No puede continuar —pronunció Abel—, debemos tomar un descanso.
—Negativo, todavía tenemos un par de horas de claridad, seguiremos avanzando —aseguró García.
—Señor, ambos sabemos lo mismo. No queda luz, seguir así será peligroso. Tenemos que descansar.
—Aquí doy las órdenes yo. ¡Levántenlo!
—Estoy bien —contesté. Quizás, avancé otros 10 metros más y volví a caer inconsciente.
García, alcanzó a sujetarme antes de que cayera al suelo. Después me arrojó agua en la boca, y la sensación de ahogamiento me despertó de golpe. —¡Armen un campamento! —gritó el sargento—, descansaremos aquí. Mañana seguiremos avanzando.
—Lo pondremos con los otros, señor —pronunció un soldado mientras levantaba mi pierna para arrastrarme.
—No, déjenlo aquí con estos fanáticos —aseguró García—. Encaja bien con ellos, también es un hipócrita.
El cielo —ennegrecido por nubarrones de ceniza— no dejaba pasar ni un solo rayo de luz. Teníamos pocas provisiones y aún faltaba mucho para llegar al campamento.
Los sobrevivientes vivíamos atormentados por ilusiones; nadie hablaba sobre eso, pero estoy seguro que todos teníamos esos sueños. Los míos empezaron cuando conocí a Abel. Soñaba a un ser parecido a un humano, al comienzo era algo hermoso. No sé explicarlo, no se parecía a ninguna persona que hubiera visto antes. Tenía facciones muy delicadas para ser hombre, pero era muy corpulento para ser mujer.
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Editado: 17.11.2018