66 días ante el reinado de la bestia

Día 65

Escapé toda mi vida. No solo cuando empezó el apocalipsis, sino desde que mis padres me trajeron de Argelia, y me nombraron como Abraham Jedid.

 

Mi familia llegó buscando el sueño americano, el de calles pavimentadas de oro y oportunidades en cada esquina. Un sueño que jamás alcanzaron.

 

Alexander White, llamó a nuestra puerta cuando tenía 8 años. Buscaba a «un niño prodigio que nace en la adversidad». Si pudiera regresar en el tiempo, evitaría conocer al bastardo. Antes no pensaba así. Todos los días —cuando administraba su fortuna—, me decía que fue lo mejor que me había pasado.

 

El «bondadoso» matrimonio de los White estaba dispuesto a adoptarme. No importa cómo lo vea, no escoges niños de un catálogo para sentirte padre, o para procurar tu fortuna —como lo hicieron ellos—.

 

Su educación fue más que restrictiva. Me veían como una inversión humana, como una extensión de las empresas White. Desde que me «cobijaron bajo su cuidado» —como lo dijo el viejo Alexander—, no volví a ver a mi familia.

 

Día y noche, mi único trabajo era aprender todos sus negocios. Desde muy temprano y hasta muy tarde, no había día que descansara de ver cifras, psicólogos y expertos en la materia.

 

Rompieron mi percepción de la realidad de forma meticulosa. A través de medicamentos me impedían dormir, me obligaban a trabajar en condiciones precarias, y a despegarme de las emociones. Me enseñaron —con gran cuidado—, que la única deidad con verdadero poder era el dinero.

 

Recuerdo la primera vez que fallé una prueba, tendría como 12 años. Esperaba que el viejo Alexander me diera otra oportunidad, pero no fue así. Ese maldito imbécil, tomó una de las cartas de mi hermana y la rompió frente a mí. —Basta de excusas y distracciones —mencionó—, no estoy pagando para que pierdas el tiempo. ¡Quiero resultados!

 

Aquella tarde, la golpiza que me propinó me mandó al hospital, obviamente a uno privado. Como un viejo mecanismo de manipulación, una de las encargadas de la empresa —la directora de la división farmacéutica—, fue a cuidarme y darme palabras de alivio.

 

Durante mucho tiempo, creí que ella era mi única esperanza en la vida. Sin embargo, su educación me enseñó cómo manipular. Me tomó algunos años entender eso. Cuando me volví un adolescente, comprendí por completo que me estaban educando para proteger a su compañía.

 

La siguiente vez que fallé, me encargué por todos los medios de que nadie lo notara; chantajeé al sinodal para que cambiara los resultados. Sin embargo, el viejo Alexander se enteró. Pensé que iba a matarme —literalmente—, pero esa fue la única vez que me felicitó.

—Un hombre —mencionó sin expresar emociones—, debe estar dispuesto a hacer lo necesario para conseguir el éxito.

 

Con el paso de los años, me acostumbré al sistema de castigos y premios. Seguí su juego, les daba lo que querían y me daban lo que quería, pero jamás me devolvieron a mi familia. Una de las supuestas satisfacciones que me daban, era que mi familia gozara de una buena vida. De vez en cuando —si cumplía mi trabajo—, podía enviarles cartas.

 

La prueba final llegó a los 17 años. El viejo Alexander había comprado todo para que mi nombre fuera conocido en el mundo de los negocios, porque él aseguraba que tenía que estar listo para cargar el peso de su legado.

 

Me enseñaron tan bien, que no tuve piedad en acabar con la compañía rival. Cumplí mi última prueba con gran destreza; hasta sentí alivio. Por desgracia, jamás me dijeron que mi familia nunca vivió bien. Por el contrario, seguían sufriendo. Trabajaban para la empresa que yo mismo había mandado a la banca rota.

 

Por aquel entonces, el cáncer estaba acabando con la vida del viejo. Cuando tuve todo listo, me pidió que yo mismo le entregara el reporte final. Subí a su alcoba, y le detallé todos los pormenores. No sentí nervios cuando no prestó atención a mis palabras, porque lo conocía. Sabía que estaba tramando algo.

 

Ese bastardo se quitó el respirador con calma, y me entregó una hoja. Me sentí muy extrañado, pero cuando la leí, enfurecí. Era una orden de deportación para la familia Jedid. También me entregó informes policíacos de un enfrentamiento entre pandillas, en la frontera con México.




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