Estaba aturdida, sin saber hacia dónde ir.
Las personas corrían a mi alrededor, cada una en una dirección diferente, huyendo de lo que se avecinaba.
Me decían que escapara, que me salvara, pero mis pies estaban anclados al suelo, incapaces de moverse.
El sonido de las sirenas resonaba por el pasillo, un estruendo ensordecedor que me provocaba un agudo pitido en los oídos.
—Mierda...
Susurré, recostándome en la pared más cercana. Traté de amortiguar el ruido cubriéndome los oídos con las manos, pero no sirvió de nada. El sonido se intensificaba hasta hacerme caer al suelo.
Las personas seguían corriendo, cada vez con más urgencia, como si el fin del mundo estuviera a un paso.
De pronto, Marcus apareció frente a mí, moviéndose rápido, con el rostro marcado por la preocupación.
—¿Estás bien? ¿Te has lastimado? —me examinó, pero negué enérgicamente con la cabeza, aún tapándome los oídos—. Tenemos que salir de aquí.
Envolvió uno de sus brazos alrededor de mi cintura, ayudándome a levantarme. Mi cuerpo se dejó caer sobre él, incapaz de mantenerse en pie.
De repente, las personas dejaron de correr y las sirenas se apagaron.
Aunque debería sentir alivio, una inquietante sensación se apoderó de mí, una voz interna que me decía que debía salir del hospital y no volver jamás. Pero, en mi estado, era imposible siquiera caminar, mucho menos correr.
Al doblar la esquina, esa sensación se hizo más fuerte.
Un escalofrío me recorrió la espalda cuando lo vi.
Todavía vestía la bata del hospital y en sus manos sostenía un arma que no logré distinguir con claridad por la poca luz. Sus acompañantes, envueltos en sombras, permanecían a su lado.
Al cruzar nuestras miradas, me pareció ver una mezcla de tristeza y preocupación en sus ojos, pero tal vez solo eran imaginaciones mías.
Observó a Marcus con desprecio y luego volvió a mirarme, esta vez con una sonrisa ladeada en sus labios.
—Volveré por ti. Lo prometo, pequeña.
18 de septiembre de 2017
Ocho horas antes del secuestro
Hora: 05:45 p.m.
Amaia
Me desperté sobresaltada, empapada en sudor.
Parte de mi cabello se había pegado a mi rostro y lágrimas frescas surcaban mis mejillas. Instintivamente, llevé una mano al pecho, sintiendo mi corazón latir desbocado. Un sabor amargo inundaba mi boca.
Intenté moverme, pero un dolor agudo recorrió mi cuerpo. Estaba en la parte trasera del coche, en una posición incómoda.
Me había quedado dormida. Busqué mi teléfono entre los asientos, pero no lo encontré. ¿Cuánto tiempo había dormido?
Ni siquiera recuerdo haberme dormido. Solté un bufido frustrado.
Alguien tosió, llamando mi atención.
—¿Buscas esto? —preguntó Janeline, sosteniendo mi teléfono. Lo lanzó al aire y con suerte lo atrapé.
—Gracias —encendí la pantalla para ver la hora—. ¿Y las chicas?
—Están adentro —señaló la gasolinera con un gesto de cabeza.
Observé por la ventanilla y resoplé mientras pasaba al asiento del copiloto, arreglándome el pelo. Janeline se apartó de la puerta y salí al frío viento de la montaña.
Inhalé y exhalé profundamente, disfrutando el aire fresco, intentando calmar mi respiración mientras recordaba el sueño.
Apreté los puños.
—¿Todo bien? —preguntó Janeline.
—Sí, todo bien.
Cerré la puerta del coche y caminé hacia la tienda. Al entrar, el sonido de una campanita resonó en el lugar, que a simple vista se veía descuidado y con poca variedad de productos.
Janeline me siguió en silencio. Al final del pasillo, vi a Helen y Olivia, quienes al verme se giraron bruscamente.
—Necesitamos que nos ayudes —dijo Helen—. Olivia dice que las Ruffles son mejores que los Doritos, pero claramente está equivocada.
Olivia, indignada, resopló.
—No puedes comparar esas cosas con estas hermosuras —señaló las papas que tenía en las manos.
Helen soltó una risa falsa.
—¿Cómo puedes hablar así de las Ruffles? Creo que voy a desmayarme.
Dejó caer la bolsa al suelo y el encargado nos lanzó una mirada molesta.
—Yo me largo al baño —dijo Janeline, desapareciendo por el pasillo.
Suspiré, agotada.
—¿Por qué no simplemente compran lo que les gusta? —sugerí—. Así se ahorran la pelea.
—¡Porque no! —gritaron al unísono.
Sacudí la cabeza y antes de que siguieran discutiendo, les arrebaté las bolsas y caminé rápidamente hacia el mostrador.
Ignoré sus quejas mientras el encargado escaneaba los productos en silencio. Janeline apareció tirando unos chicles y un refresco junto a las papas.
—Son diez dolares—dijo el hombre.
—Oh, claro...
Antes de que sacara mi monedero, Janeline ya había pagado.
—Quédese con el cambio —dijo con una sonrisa, tomando la bolsa.
Al salir, el sol empezaba a esconderse tras las montañas, tiñendo el cielo de tonos naranjas, amarillos y azules. Abrí la puerta trasera para dejar las bolsas.
—¿No pensaban dejarnos, verdad? —preguntó Olivia entrando al coche.
—Ese era el plan —bromeó Janeline encendiendo el motor—, pero llegaron justo a tiempo.
Hora: 11:25 p.m.
—¿Falta mucho? —preguntó Olivia por décima vez.
Janeline suspiró.
Después de todo el estrés en la universidad, decidimos escapar un poco.
Lo necesitábamos. Y yo, especialmente, lo necesitaba.
Últimamente, los recuerdos del pasado me atormentaban, y el cansancio hacía que la sensación de ser vigilada se intensificara.
—¿Hablaste con la señora de la cabaña? —preguntó Helen.
—Sí —dije, revisando mi teléfono—. La llave está debajo de la alfombra.
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Editado: 22.10.2024