19 de septiembre 2017
Hora: 08:30 A.M.
Amaia
¿Dónde estoy?
El lugar está a oscuras.
Me levanto de la cama, mareada y con ayuda de la pared llego hasta el interruptor de la luz. Al encenderla, cierro los ojos con fuerza.
Miro a mi alrededor, confundida. La habitación está completamente vacía, salvo por una gran cama y un pequeño librero.
La cama está posicionada en el centro del amplio espacio, mientras el librero, a solo unos metros, exhibe unos cuantos libros viejos que parecen olvidados.
Mi cabeza da vueltas.
Con cautela, me acerco a la ventana del lado izquierdo. Mi cuerpo se tensa al mirar hacia el exterior.
El sol ha salido. Los rayos atraviesan el cristal con facilidad y mariposas vuelan cerca de la ventana. En otro momento las contemplaría, pero ahora estoy demasiado asustada. Algunas descansan sobre las ramas de los árboles, que puedo ver con más claridad que el día anterior.
El día anterior.
Sigo en la cabaña.
Algo en mi mente hace clic. Empiezo a recordar lo último que ocurrió antes de desmayarme: la estúpida discusión entre Olivia y Helen, encontrarlas atadas y amordazadas...
Me llevo las manos a la cabeza, sintiendo cómo me late con fuerza. Me dejo caer en la cama, cerrando los ojos, esperando despertar de esta pesadilla en cualquier momento.
Intento relajarme, pensar en algo positivo, pero el silencio es interrumpido por un desgarrador grito de mujer. Mi cuerpo tiembla.
Si antes estaba asustada, ahora estoy aterrorizada.
Al final de la habitación veo una puerta. Corro hacia ella con el corazón en la garganta, sin embargo mi ansiedad aumenta al descubrir que está cerrada con pestillo.
Forcejeo, pero no cede.
Escucho pasos acercándose desde el otro lado. Retrocedo, paralizada.
La puerta se abre y allí está, el responsable de mis pesadillas y de mi insomnio.
Damien. De pie en el umbral, gira unas llaves entre los dedos.
—Qué bueno que has despertado. Tenemos mucho de qué hablar.
Siento que mis piernas me fallan. Sé que me desmayaré en cualquier momento.
No puede ser. Él está aquí, justo frente a mí.
Lo miro sin parpadear, tomándome el tiempo para confirmar que no es producto de mi imaginación.Veo a los hombres detrás de él, vestidos de negro y armados. Solo necesito unos microsegundos para estrellarme de golpe contra la realidad.
Estaba a punto de desplomarme cuando unos brazos fuertes me sostienen por la cintura. Estoy aturdida, confundida, pero un pensamiento domina mis entrañas:
Huir
Damien me deposita en la cama con una sonrisa suave en los labios. Sus ojos penetrantes observan cada uno de mis movimientos. Sé que me analiza, siempre lo ha hecho.
Cuando ve que no digo nada, se acerca lentamente a la cama. Mis extremidades empiezan a temblar. Me escucho murmurar:
—No te acerques.
Mis nervios están a flor de piel. No por nada lo llaman "la bestia" en el bajo mundo.
Debió notar mi miedo porque se acerca un poco más y apoya las manos en el colchón.
—Tranquila, no te voy a hacer daño.
Sacudo la cabeza con insistencia, retrocediendo hasta que choco con la cabecera.
—No te acerques, por favor —murmuro en un hilo de voz, abrazando mis rodillas.
Me mira con lástima... ¿y enojo? ¿Por qué estaría enojado? La que debería estarlo soy yo, no él. Yo soy la secuestrada aquí.
Él gira la cabeza hacia la puerta, como si pensara en irse. Solo está a unos metros de distancia, si soy rápida, podría escapar. Pero cuando regreso mi atención a él, mis ojos se encuentran con los suyos, unos profundos y brillantes ojos grises.
Me siento atrapada en su hechizo. No puedo apartar la mirada. Estoy en un trance del que no quiero salir, en un mundo distinto, donde no tengo que preocuparme por nada más que por él y yo. Solo nosotros.
Lo he extrañado. Extrañaba su forma de mirarme, de entenderme. Con una mirada, sabíamos lo que el otro pensaba.
Odio sentirme así, tan vulnerable e indefensa frente a él.
El trance se rompe con otro grito desgarrador. Aprovecho su distracción para saltar de la cama en dirección a la puerta, pero él es más rápido. En un instante, me carga sobre su hombro.
—¡Bájame! —golpeo su espalda con los puños—¡Suéltame!
Damien cierra la puerta tras de sí y me lanza sobre la cama como si fuera una muñeca de trapo. Intento escapar de nuevo, no obstante él anticipa mis movimientos y antes de que pueda dar un paso, me sujeta las manos sobre mi cabeza.
—¿Por qué tratas de escapar de mí? No te haré daño —repite. Sus manos suben debajo de mi jersey, deteniéndose a la altura de mi ombligo—. Jamás te haría daño —murmura, mientras deja un beso en mi estómago, sin romper el contacto visual.
Me estremezco bajo su tacto.
Con un último intento desesperado, le escupo en la cara. Para mi sorpresa, él se pasa la lengua por el labio inferior, limpiando el rastro de saliva.
Hago una mueca de disgusto.
—Eres un cerdo.
Él sonríe, mostrando su perfecta dentadura.
—Gracias por el cumplido, Dra. López —dice, acostándose a mi lado sin soltarme las muñecas—. A veces viene bien que tu psiquiatra favorita te suba el autoestima. —Su mano izquierda busca algo en su bolsillo—. Pero eso no te salva de esto. —Saca unas esposas.
Mis ojos se abren de par en par. Intento liberarme, pero su fuerza es mayor.
—Ni se te ocurra esposarme —grito.
En un abrir y cerrar de ojos, ya estoy esposada a la cabecera de la cama.
—¿Qué crees que haces? ¡Suéltame! ¡No tienes derecho a esposarme, maldito psicópata!
Su dedo índice presiona mis labios en una silenciosa orden.
—Shhh —murmura, apartando un mechón de cabello de mi rostro—. No querrás despertar a tus amigas, ¿o sí?
El silencio que sigue es abrumador.
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Editado: 22.10.2024