72 horas: Bajo tu poder

3| Caos

19 de septiembre 2017

Hora: 05:45 P.M.

Damien

Esta mierda me sobrepasa. Sabía que Amaia era una fiera, una fuerza incontrolable, pero joder, su persistencia roza lo insoportable. Todo lo que digo lo desafía, lo contradice, como si quisiera demostrarme que no me pertenece. Eso me jode, porque no estoy acostumbrado a este tipo de rebeldía.

Recuerdo cuando la conocí, tan tímida y reservada, como una hoja seca en la tormenta. Quién diría que esa mujer débil, casi rota, se convertiría en lo que es hoy. En mi obsesión. En mi perdición. Porque eso es ella, mi condena.

En estos años, ni un solo día la he sacado de mi mente. Está tatuada en mi memoria: cómo muerde su labio cuando está nerviosa, las trenzas que siempre usa como si fueran su escudo y esos ojos... joder, esos ojos. Marrones como la tierra mojada. Hechizantes. Basta una mirada y estoy a sus pies, pero ella no lo sabe.

—Te trae loco — murmura esa voz dentro de mí.

—Más que loco — admito, saboreando mi propio tormento.

Estos dos años sin ella han sido una tortura. Quería tenerla cerca, tocarla, moldearla a mi voluntad, pero todo se jodió cuando el FBI metió las narices. Mi huida del hospital psiquiátrico fue el escándalo del siglo. Todos los ojos estaban sobre mí, como si fuera una bestia suelta en medio de una manada de presas asustadas. Pobres bastardos. Creían que mi fin era matarlos, pero no. Tenía un solo objetivo: Amaia.

Marcarla. Porque eso es lo que quiero. Que el mundo sepa que tiene dueño.

La encontré sin esfuerzo. Amaia nunca fue de esconderse. Le gusta el peligro, le gustan los retos, y yo… yo soy el mayor de todos. A veces me pregunto si siempre supo que la vigilaba, si en algún rincón de su mente esperaba que la atrapara.

Quizás es masoquista.

—Eso crees, pero no lo es — me responde esa voz, siempre al acecho.

Camino por el largo pasillo hasta llegar a la sala, donde varios de mis hombres están armados hasta los dientes. Con un simple gesto de mi cabeza les indico que se larguen, y obedecen.

—Venga, hombre, quítate esa cara de amargado — me dice Gregory desde el sillón, una botella de vodka en mano.

Frunzo el ceño.

—¿De dónde sacaste eso?

Gregory se tira perezosamente en el sillón, dándole un trago largo a la botella.

—Connor la trajo. ¿Quieres un poco?

La repulsión me invade solo con mirarlo. El alcohol me trae recuerdos demasiado oscuros. Mi padre, el asco de su olor, las palizas, las noches interminables. Cierro los ojos y trato de soltar esa tensión que me quema por dentro. El pasado es un peso del que no puedo escapar, pero tampoco puedo permitir que me consuma.

Camino hacia la mesa donde un mapa está extendido, mis ojos recorriendo las rutas, los puntos estratégicos. Tenemos armas suficientes, como siempre. Saco mi pistola y la arrojo hacia Gregory, quien da un salto, sobresaltado.

—¡¿Qué coño haces?! — exclama, irritado—. ¿Qué habrías hecho si no tuviera el seguro puesto?

—Te hubiéramos enterrado — respondo con indiferencia. —Los muertos no resucitan.

Dejo la sala, cerrando la puerta con fuerza detrás de mí. Escucho su maldición mientras río bajo, adentrándome en el bosque. El silencio aquí siempre ha sido mi refugio. Es un silencio que entiende, que no juzga. Los árboles y la oscuridad son los únicos testigos de mi caos.

Sigo caminando hasta llegar al pequeño muelle junto al lago. Me detengo, mirando el agua inmóvil. Pensar en Amaia solo alimenta mis deseos más oscuros.

—¿Interrumpo algo? — pregunta Alex detrás de mí, un cigarrillo apagado entre sus dedos.

—No, para nada. Solo reflexionaba — susurro, metiendo las manos en los bolsillos.

Nos quedamos en silencio. Él de su lado, yo en el mío. A veces, el silencio es todo lo que necesitamos. Aunque mis pensamientos no son nada pacíficos.

La tensión dentro de mí aumenta con cada segundo. Mi deseo por ella me consume, pero no puedo permitirme perder el control, no todavía.

—¿Qué piensas hacer con ella? — pregunta Alex, rompiendo el silencio.

—¿Qué crees? — no lo miro, pero él sabe.

—No planeas llevarla con nosotros, ¿verdad?

Mis ojos se fijan en el agua, donde dos peces luchan por un trozo de alga. El más pequeño gana, llevándose su premio mientras el grande queda atrás, derrotado. Sonrío, porque en esta historia, yo soy el pez pequeño. Y Amaia, el premio.

—No la dejaré ir. No después de todo lo que he hecho para tenerla.

—Si que estás jodido, Damien. — Alex suspira, sin comprender.

—No entiendes nada — susurro, mientras retomo el camino hacia la cabaña, con la sensación de que todo está a punto de estallar.

Aceleré mis pasos hasta llegar al porche de la cabaña. Me dejé caer en las escaleras, apoyando la cabeza entre las piernas, tratando de calmar las punzadas que perforaban mi cráneo. Cada respiración salía entrecortada, el ritmo irregular de mi corazón me hacía temer que, en cualquier momento, colapsaría. Sentía mis venas latir furiosas, como si algo en mi interior estuviera al borde de explotar.

"Un buen amigo no habla así de la mujer de su compañero."

—¿Quieres callarte? —murmuré entre dientes, irritado, levantando la cabeza apenas lo suficiente para que el aire frío tocara mi rostro—. No pienso hacer lo que dices, no ahora.

Alex podrá ser un idiota en ocasiones, pero ha estado a mi lado más veces de las que puedo contar. Nunca me juzgó por lo que soy, por lo que hago. Si lo mato, ¿qué me queda? No soy ese tipo de monstruo... ¿o sí?

Un ruido a mi costado me saca de mis pensamientos. Levanto la mirada y veo a Gregory, su rostro alterado, algo está mal. Frunzo el ceño, confundido.

—Tienes que venir a ver esto —dice con voz tensa.

Sin hacer más preguntas, me levanto y lo sigo hasta el sótano. Su rostro pálido no se debe a la botella de vodka que recién se ha bebido. Algo peor le inquieta. Al abrir la puerta, el hedor a sangre y desesperación golpea mis sentidos. Y entonces lo veo.




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