El sol de otoño había comenzado a descender, arrojando un brillo ámbar sobre el vecindario, mientras Mía estaba sentada en el desgastado columpio del porche, acunando una taza de té que hacía tiempo que se había enfriado. El vapor se había desvanecido en el aire fresco, al igual que las palabras que no se atrevía a decir en voz alta: el diagnóstico que arañaba sus entrañas con la ferocidad de una tormenta silenciosa. Leucemia. Era una palabra que había aprisionado dentro de los muros de su propia conciencia, un secreto demasiado oneroso para compartirlo con su familia.
—¿Por qué preocuparlos? —murmuró para sí misma, trazando el borde de la taza de té con un dedo delgado—. Cuando queda tan poco tiempo para soñar.
Su ensueño se hizo añicos cuando el ronroneo de un motor atravesó el silencio. Alejandro, el niño que se había convertido en un hombre sin que ella se diera cuenta, se detuvo en el camino de entrada de al lado. Su pelo de corte militar y sus hombros cuadrados eran signos reveladores de sus años de servicio, a toda una vida de distancia, de la adolescencia despreocupada que alguna vez compartieron. Su corazón latía a un ritmo que traicionaba un anhelo que creía haber enterrado lo suficientemente profundo como para asfixiarse.
Mientras observaba, una mujer, ardiente y tumultuosa como una tempestad de verano, abrió de golpe la puerta del pasajero y sus tacones resonaron en el cemento como un metrónomo fuera de tiempo. Caminero hacia adentro, ella tomada del brazo de aquel sexi militar. Llevaba marcada una gran sonrisa en su rostro.
Mía observó desde la distancia, la escena se desarrolló en cámara lenta, ella parecida a una actriz que sacudía su cabello con sensualidad.
Mía regresó su mirada al té en sus manos y soltó un fuerte suspiro. Cada fin de semana su sensual vecino traía una mujer a su casa, pasaba la noche con ellas y después el siguiente fin de semana una nueva víctima aparecía.
A los pocos minutos de que aquella pareja ingresara a la casa, groserías llamaron su atención. Alejandro y la mujer estaban en la puerta del susodicho.
Las palabras surgieron entre ellos, amortiguadas por la distancia, pero lo suficientemente agudas como para trazar una línea en el aire, una línea que la mujer cruzó con una bofetada que resonó en el espacio entre sus casas.
—¡Cobarde! —La voz de la mujer atravesó el aire antes de irse furiosa, dejando tras de sí una nube de indignación y perfume.
Alejandro permaneció inmóvil, la huella roja en su mejilla contrastaba fuertemente con su expresión estoica. Entonces, sus ojos, esas antiguas ventanas de un alma forjada en la disciplina, encontraron a Mía. Una conversación silenciosa pasó entre ellos, una de historia compartida y comprensión tácita, y cruzó el césped hasta donde Mía permanecía sentada, un centinela en medio del caos de emociones.
—¿Estás bien? —preguntó, con preocupación, grabando sus rasgos mientras tomaba asiento junto a ella en el chirriante columpio.
—Mejor de lo que te ves ahora. —respondió Mía con un poco entusiasta intento de humor, señalando su mejilla. Pero la risa no llegó a sus ojos; estaban velados por algo mucho más profundo, un dolor que ya no podía contener.
—Escucha, Alejandro —comenzó, su voz apenas era más que un susurro —, hay algo que no le he contado a nadie y tú puedes ayudarme.
Su frente se arrugó.
Editado: 02.01.2024