90 días antes de Navidad

CAPÍTULO 05

El mundo de Mía era un carrusel de confusión, giraba demasiado rápido para captar el anillo de bronce de la comprensión. Ella siempre había sido dueña de sus deseos y su carrera en marketing era testimonio de su control. Pero desde aquella noche en el bar, con su laberinto de risas y licor, se sintió a la deriva en un mar desconocido, mientras las lejanas costas de Alejandro se volvían más esquivas.

 

—La vida es demasiado corta para los tal vez —murmuró para sí misma mientras escribía su renuncia, con la mano firme a pesar de la agitación interna. Una decisión cristalizó, tan repentina como un trueno: hoy se agarraría del manillar.

 

La tienda de bicicletas olía a goma y a posibilidades. Mía eligió un modelo elegante, azul cobalto, como el cielo crepuscular bajo el que ella y Alejandro habían compartido secretos. Era el color de los comienzos y se aferró a él como talismán contra su malestar.

 

Afuera de su casa, Alejandro estaba allí, su silueta derritiéndose desde el asiento del conductor como un espejismo. Su corazón, un tamborilero frenético, la impulsaba a seguir adelante. —¡Oye, Alejandro! —llamó, saludando con forzada alegría.

 

Pero él era un libro cerrado, su atención atrapada por una rubia rojiza que se rio de algo que él susurró, un secreto que no estaba destinado a los oídos de Mía. Alejandro no la reconoció; su silencio, una espada que hendía su resolución.

 

—Supongo que ahora soy invisible —se burló Mía en voz baja, apretando los dedos alrededor de las manijas de la bicicleta. El fugaz pensamiento de la morbosa fecha límite del día de Navidad la estimuló: andaría en esta bicicleta, conquistaría su lista, viviría.

 

La gran pradera era una extensión de libertad verde, donde el cielo parecía inclinarse para besar la tierra. Mía se tambaleaba en la bicicleta, todavía atada a la incertidumbre, cuando Alejandro apareció a su lado, su precisión militar suavizada por una sonrisa

 

—¿Necesito ayuda? —Su voz era un ancla.

 

—Uh, claro. —respondió ella, con el orgullo herido, pero el corazón secretamente alegre.

 

—El equilibrio es la clave. —le indicó cuando comenzaron, sus manos guiándola con una presión cuidadosa. Mía quiso preguntar por el bar, sumergirse en las aguas de esa noche, pero el miedo mantuvo sus labios sellados.

 

Eran risas en movimiento hasta que el desequilibrio la traicionó y la gravedad los derribó a ambos. La hierba amortiguó su caída, una maraña de extremidades y risitas. Los ojos de Alejandro brillaron sobre ella, una constelación que casi podía tocar.

 

—Lo siento —se rió entre dientes, pero su disculpa fue un susurro perdido en el viento cuando sus labios encontraron los de ella. Fue un beso de atardeceres y promesas, breve pero grabado a fuego en su alma.

 

Mía pensó que por fin lo había logrado, un acercamiento íntimo con aquel exmilitar sexi, una chispa de esperanza se instaló en su corazón. Existía una oportunidad para el amor antes de que llegaba la fecha final. 

 

La mañana siguiente amaneció con una sinfonía de maleta. Alejandro, con las maletas a cuestas, se marchaba. Mía observaba desde detrás de la cortina, el sabor de él aún persistía en sus labios. El carrusel se había detenido y todo lo que ella podía hacer era verlo alejarse; cada paso era un eco silencioso en su mundo repentinamente vacío.

 



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En el texto hay: navidad, drama, militar

Editado: 02.01.2024

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