El corazón de Alejandro estaba apesadumbrado al confrontar a Mía por su mentira. No podía creer que ella lo engañara de esa manera, especialmente en algo tan importante. Sus ojos buscaron su rostro en busca de cualquier signo de remordimiento o arrepentimiento, pero todo lo que encontró fue una tensión obstinada en su mandíbula. —¿Qué tipo de juego estabas jugando? ¿Por qué inventarías algo así? —Su voz temblaba de ira y dolor.
Mía desvió la mirada y tragó saliva. —Yo sólo quería estar más cerca de ti. —tartamudeó. —Pensé que nos uniría. —Levantó la barbilla desafiante, tratando de mantener su fachada de valentía. —No pensé que al final importaría.
Pero sí importó. Importaba más que nada. Alejandro la amaba y ahora se sentía traicionado y confundido. No entendía por qué ella arriesgaría su relación con una mentira como esa. —¿Cómo pudiste hacerme esto a mí? —Susurró, con la voz quebrada.
—Lo siento. —le susurró Mía, su propia voz llena de emoción. —No quise lastimarte.
Pero ella lo había hecho. Profundamente. Alejandro se dio vuelta y se alejó, necesitando un tiempo a solas para procesar la noticia. Mientras se dirigía a su habitación, escuchó el timbre sonar una y otra vez, sabiendo que era el repartidor de la comida que había pedido para la cena. Él lo ignoró, ya no tenía hambre.
Dentro de su habitación, Mía estaba acurrucada en su cama, con lágrimas corriendo por sus mejillas. No podía creer que lo hubiera alejado de esa manera. Todo lo que quería era estar con él, estar cerca de él. Pero ahora ya era demasiado tarde. Fue su culpa. Ella iba a morir y dejarlo solo.
El sonido del timbre se hizo cada vez más débil hasta que finalmente dejó de sonar, reemplazado por el zumbido de la calefacción y el tictac del reloj en su mesa de noche. Mía cerró los ojos, tratando de bloquear todo menos el dolor de su corazón.
Pasaron los días y Alejandro la evitaba lo más posible. Estaba herido y confundido, furioso consigo mismo por ser tan crédulo. No entendía cómo ella podía mentirle de esa manera. Pasaba la mayor parte de su tiempo en el trabajo o con amigos, intentando olvidarse de ella aunque fuera por un rato.
Pero su corazón estaba vacío sin ella. Se sentía frío y sin vida sin su cálida presencia y sus deliciosas comidas caseras.
Mientras tanto, Mía pasaba los días en la cama, sin apenas comer nada, sólo mirando al techo y preguntándose cómo podría enmendarse. Lo extrañaba, lo amaba, pero sabía que quedarse sólo empeoraría las cosas. Era mejor así, se dijo.
Los días previos a la Navidad fueron tranquilos. Mía recibió llamadas de su médico, pero se negó a contestar, segura de que él solo le recordaría lo que ya sabía: que se estaba muriendo. Estaba contando las horas hasta que todo terminara, tratando de saborear cada momento con Alejandro a pesar de la distancia entre ellos. No se atrevía a decirle la verdad, no podía soportar el dolor que vio en sus ojos cuando se enteró.
En Nochebuena, se levantó temprano, se vistió con su vestido rojo favorito y dejó una nota disculpándose por todo lo que había hecho mal. Respiró hondo y salió de la casa, caminando hacia el sonido de las campanas de la iglesia, sonando a lo lejos.
El médico decidió visitar a Mía, debido a que no respondía sus llamadas y mensajes. Pero al llegar nadie respondió a la puerta. Notó un par de ojos curiosos que lo observaban desde el pórtico de la casa vecina.
—Disculpe, estoy buscando a la señorita Mía. —gritó.
—¿Usted quién es? —preguntó Alejandro.
—Soy su médico.
—¿Pasa algo malo con ella?
—Sí, y es muy urgente hablar personalmente con ella.
—¿Qué es lo que le pasa? —preguntó acercándose al médico.
Soltó un fuerte suspiro y empezó a contarle.
El corazón de Alejandro se sintió roto, más de lo que ya estaba. Y comprendió del porqué Mía había hecho todas estas cosas, el paracaidismo, el globo aerostático, aprender a conducir bicicleta y sobre todos sus palabras crudas.
Pero aun así él la amaba.
Editado: 02.01.2024