Capítulo
A veces me descubro mirándolo y pensando: ¿cómo alguien tan torpe puede ser tan perfecto?
Desde que Gael supo que sería padre, ha pasado por una montaña rusa de emociones. Se le nota en la mirada, en sus silencios, en cada gesto nervioso cuando cree que no lo estoy observando.
—Fale —me dijo una noche, mientras acariciaba mi vientre apenas redondeado—, ¿y si soy un mal ejemplo?
—¿De qué hablas? —pregunté, acariciándole el cabello.
—Sabes que soy un idiota. Siempre meto la pata. ¿Y si no sé ser papá? ¿Y si arruino todo?
Me quedé mirándolo, conmovida.
—Vas a ser un excelente papá —le dije, con total certeza.
Él me miró con esos ojos sinceros, los mismos que un día me hicieron perder el miedo al amor.
—¿Y si no puedo con esto? —insistió.
—Entonces lo haremos juntos. Como todo en nuestra vida.
Cada vez que sus dudas aparecían, las ahuyentaba con una sonrisa, con una caricia, con un “te amo” a tiempo.
Las semanas avanzaron, y con ellas las citas médicas.
Cada ultrasonido era una mezcla de nervios y magia.
Recuerdo especialmente uno: la sala estaba en penumbra, solo se escuchaba el sonido del monitor.
De pronto, ese tum-tum, tum-tum, tum-tum llenó la habitación.
El corazón de nuestro bebé.
Gael se llevó la mano al rostro, sus ojos se humedecieron.
—Eso… eso es nuestro hijo —susurró, como si no pudiera creerlo.
Yo también lloré. Era imposible no hacerlo. Sentí que el amor se me salía por los poros.
—¿Quieren saber el sexo del bebé? —preguntó la doctora.
Asentimos, tomados de la mano.
—Felicidades, van a tener… un niño.
Gael soltó una carcajada entre lágrimas, se levantó y me besó con fuerza.
—¡Un niño, Fale! ¡Tendremos un niño! —dijo casi gritando, y la doctora sonrió divertida.
Los meses siguientes fueron una aventura.
Mis antojos eran imposibles, mis náuseas incontrolables y mis cambios de humor… bueno, digamos que intensos.
Y aun así, Gael no se quejaba.
Se levantaba a las tres de la mañana a buscarme helado o pepinillos.
Sostenía mi cabello cuando vomitaba y siempre encontraba algo que decir para hacerme reír cuando lloraba sin motivo.
Un día lo encontré pintando la habitación del bebé.
Había escogido un tono azul suave, con pequeños dibujos de nubes.
—No soy diseñador, pero creo que Alex lo aprobaría —dijo, con la brocha en la mano y pintura en la mejilla.
Semanas después, cuando todo estuvo listo, nos quedamos parados en la puerta.
Las cortinas se mecían suavemente y el móvil con estrellas giraba sobre la cuna.
Gael me abrazó desde atrás, sus manos rodeando mi pancita.
—Es perfecto —susurró contra mi cuello.
—Sí —respondí—. Falta poco para conocerlo.
Y ahí, en silencio, comprendí que los dos habíamos crecido, que el amor se había transformado en algo más grande: en una familia.
Una noche, mientras descansábamos en el sofá, Gael apoyó la cabeza en mi vientre.
—Hola, bebé —dijo con voz suave—. Soy tu papá.
Yo reí.
—¿Y crees que te escucha?
—Claro que sí. Mira, seguro me contesta.
Y justo entonces, una pequeña patadita se sintió bajo su mano.
Gael se incorporó sorprendido.
—¡¿Viste eso?! Me conoce. Sabe que soy su papá y que lo amo con todo mi corazón.
No pude contener la risa ni las lágrimas. Era un momento perfecto, uno de esos que se quedan grabados para siempre.
La noche que todo cambió fue tranquila… hasta que no lo fue.
Dormía plácidamente hasta que un extraño calor me recorrió. Me senté de golpe y sentí el líquido tibio.
—Oh, rayos… Gael… creo que rompí fuente.
Él se incorporó sobresaltado, el cabello despeinado y los ojos enormes.
—¿Qué? ¿Cómo que rompiste…? ¡Dios mío! Voy por el auto.
—¿Y vas a meter el auto dentro de la casa o qué? —dije rodando los ojos.
Él corría de un lado a otro buscando las llaves, la maleta, el teléfono… cualquier cosa.
—Concéntrate, Gael —le dije, sujetándolo por los hombros—. Todo estará bien. Vamos al hospital.
Respiró hondo y asintió.
—Sí. Sí, tienes razón. Vamos.
El hospital era un torbellino de luces, voces y pasos apresurados.
Mis contracciones se hacían cada vez más intensas y Gael parecía tan pálido como yo.
A los pocos minutos llegaron Clarisa y Deny, exaltados y emocionados.
—¡Fale! ¡Gael! ¡Felicidades! ¡Ya va a nacer el bebé! —gritó Clarisa.
Yo los miré con los ojos entrecerrados, apretando los dientes.
—Cierren la boca o les voy a cortar los dedos.
Ambos se quedaron petrificados.
—Iremos por café —dijeron al mismo tiempo, retrocediendo.
En la sala de parto, el dolor era indescriptible.
Gael me sostenía la mano con fuerza, su rostro una mezcla de amor, miedo y admiración.
—Vamos, Fale, tú puedes —me decía entre cada respiración.
—Una más, Fale, puja —ordenó la doctora.
Y entonces, un llanto llenó la habitación.
Mi cuerpo se relajó al instante.
Gael me miró, con lágrimas en los ojos.
—Es hermoso —susurró.
—Papá, ¿quieres cortar el cordón? —preguntó la doctora.
Gael tragó saliva, dio un paso al frente… y al ver la sangre, se desmayó.
Las enfermeras estallaron en risas.
Más tarde, ya en la habitación, lo tenía todo: a mi bebé en brazos y a mi torpe esposo recuperándose en la silla.
Nuestro pequeño Alex dormía tranquilo.
Clarisa y Deny entraron despacio, conteniendo la emoción.
—Oh, Dios mío, ¡es idéntico a ti! —dijo Clarisa mirando a Gael—. Pero tiene los ojos de Fale.
El bebé empezó a llorar y Clarisa añadió riendo:
—Y el humor de su madre.
Se lo devolvió con cuidado y yo lo acuné hasta que se calmó.
Entonces Gael lo tomó en brazos.
El bebé, como si lo reconociera, apretó uno de sus dedos con su diminuta manita.
Gael sonrió, con lágrimas resbalando por sus mejillas.
Editado: 16.11.2025