La nieve había empezado a caer más temprano de lo previsto. Todavía no era una tormenta, pero el viento empujaba los copos con fuerza y golpeaban el vidrio como arena fina. La familia se había subido al teleférico sin decir mucho: el padre revisó que la puerta estuviera bien cerrada, la madre acomodó el abrigo de su hijo para no dejar al descubierto ni un pedazo de piel y el niño se sentó pegado a la ventana, emocionado por la experiencia.
El teleférico subió lentamente, tambaleándose de tanto en tanto. A lo lejos, la montaña parecía cubierta por una extensa sábana blanca que parecía no terminar nunca. Desde arriba, los árboles se apreciaban como sombras negras que intentaban asomar entre la nieve. El niño apoyó la frente contra el vidrio helado.
—Se ve todo pequeño —dijo, sin apartar la vista.
La madre sonrió apenas, pero tenía las manos muy tensas sobre sus rodillas. Era la primera vez que se subía a uno de esos cacharros. Les tenía respeto. El padre, por su lado, observó los cables que se perdían hacia las torres de soporte. Ya había visitado el sitio un par de veces cuando era soltero y por eso no le gustaba como el viento sacudía la cabina. Tuvo que tragarse sus palabras para no preocupar a los suyos.
El viaje debía durar diez minutos, pero a medio camino, algo sonó.
Fue un “clic” metálico, seco. La cabina dio un tirón brusco que empujó al niño y a su mujer hacia atrás. La madre lo sujetó del brazo por instinto. El hombre se levantó, se acercó a la ventanilla frontal y miró hacia donde creía que estaba la torre anterior. No vio nada. Solo un paisaje blanco y lleno de neblina.
El teleférico se detuvo por completo, entonces.
—Debe ser una parada por seguridad —exclamó la madre, aunque con voz temblorosa.
El padre no respondió. Se acercó a la puerta y la probó, con plena consciencia de que no podía abrirla desde dentro. Respiró hondo y echó un vistazo a los cables nuevamente. Se fijó en que uno parecía estar torcido, como si algo sólido lo hubiera golpeado.
—¿Papá, porqué no avanzamos? —preguntó el niño curioso.
El viento volvió a soplar con fuerza. La madre lo abrazó tan fuerte como si presintiera que era la última vez que lo hacía.
—Es parte del viaje, hijo. Todo está bien, no te preocupes.
Transcurrieron varios segundos de un incómodo silencio. Silencio que fue abruptamente interrumpido por un chirrido áspero que venía de los soportes. La cabina vibró, al principio, pero luego soltó un feo crujido que cortó el aire. Entonces el padre lo vio. Una de las bases que debía sostener el peso a través del cable, estaba partido.
—Aquí nadie se mueve —exclamó el hombre buscando soluciones de improviso.
El niño obedeció. La mujer cerró los ojos por un instante. Cuando los abrió, notó que estaba llorando.
Al segundo siguiente, la cabina se inclinó. Todos se sobresaltaron.
El padre sabía lo que eso significaba, aunque no pudiera explicarlo con palabras. Si no actuaba rápido, aquella cabina metálica se iba a convertir en una tumba familiar.
—Tenemos que soltar a nuestro hijo por la trampilla —le comentó el hombre a su esposa, casi en un susurro, señalando la pequeñísima apertura que sobresalía en el piso de la cabina—. Es la única forma de que él se salve. La puerta y las ventanas son imposibles de abrir desde dentro.
—No puedo… —negó la mujer con la cabeza. ¡No!
—No tenemos otra opción.
A través de la rendija el hombre observó la nieve bajo sus pies. Un abismo blanco sin forma. El teleférico estaba demasiado alto, pero no se le ocurría otra manera de proceder. La cabina no era el lugar más seguro y sabía que la nieve podía amortiguar el golpe de la caída de su hijo.
—Escúchame —le dijo a su mujer—. Vas a tomar a nuestro hijo por la cintura encima de la trampilla. Cuando el cable se desprenda y ceda, lo sueltas. ¿Entiendes?
—No, no, no… —exclamó la mujer entre sollozos.
—¡Lo harás! —sentenció el hombre.
La mujer soltó un gemido, aunque no llegó a ser grito. El niño empezó a llorar imitando a su madre y sus lágrimas corrieron como chorros por las mejillas.
El hombre se acercó a su hijo y lo abrazó.
—Vamos a sacarte por la trampilla, ¿ok?
—No quiero —reprochó—. Yo me quedo con ustedes.
—Prométeme que serás fuerte.
El cable dio otro chasquido. La cabina se inclinó de golpe hacia la izquierda. El marco se torció. Un pedazo de metal se desprendió y cayó al vacío. La madre sujetó al niño por la cintura como le dijo su marido y lo mantuvo estable.
—A la cuenta de tres. Uno…
El cable soltó un grito metálico casi humano.
—Dos…
El niño vio el suelo blanco bajo sus pies. Lloró amargamente.
—Tres…
—¡Te amamos! —dijo la madre derramando lágrimas de sangre, de un corazón completamente destrozado.
Apenas la mujer soltó a su hijo, el cable se desprendió del todo de la base destruida. Los demás cables también cedieron. La cabina salió disparada en una especie de péndulo y en menos de lo que ambos se imaginaban se estrelló violentamente contra una pared de rocas. Era el borde de la montaña donde comenzaba el teleférico.
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Editado: 26.11.2025