A. Alexa. A la luz del amor

A la luz del amor

La tela del vestido cayó, deslizándose por sus piernas, abrazando su cuerpo de una manera exquisita. Una mirada al espejo bastó para sentirse hermosa: el color rojo del vestido contrastaba con su piel morena y sus uñas pintadas de blanco. Su cabello negro caía en ondas suaves sobre sus hombros. Se lo había cortado dos días antes y en ese momento no pudo sentirse más que agradecida. No se había maquillado mucho, le gustaba más ir al natural.

Retrocedió hasta la cama y se sentó con cuidado para no arrugar el vestido. Se puso los zapatos de tacón, resintiendo desde ya la tortura que soportarían sus pies. En su día a día le gustaba más andar con zapatos planos, pero esa noche haría una excepción. Aunque no estaba muy segura del por qué, la urgía dar una buena impresión. La voz de su conciencia le dijo que aquello estaba mal, que no debía darle tanto poder a lo que un hombre pensaría sobre ella. Pero, no podía evitarlo. Además, pensó, no se estaba arreglando para él. Se estaba arreglando para sí misma.

Estaba terminando de llenar su bolso cuando el timbre sonó. Desconcentrada, echó una mirada al reloj de su celular y frunció el ceño al ver que aún quedaban quince minutos hasta la hora acordada. No le gustó la idea de que se hubiera adelantado tanto. A pesar de eso, no podía ignorar el timbre, a regañadientes salió para abrir. Se sorprendió al ver que del otro lado de la puerta no estaba el hombre que esperaba, sino un niño de unos quince años.

—¿Se te ofrece algo? —Preguntó al adolescente y este se agachó para alcanzar algo del piso. Un ramo de rosas amarillas apareció en su campo de visión, dejándola sin aliento.

—Es para usted. —Explicó el niño a pesar de que no era necesario. Le entregó el ramo y se fue corriendo escaleras abajo, sin darle tiempo de ofrecerle una propina.

Encantada con el gesto, llevó las rosas a su nariz para olerlas. En general no le gustaba recibir flores porque sentía que eran un comodín cuando alguien no sabía qué regalarle. Pero tampoco podía despreciar el gesto, más aún cuando él se había tomado la molestia de buscar rosas amarillas fuera de temporada. El suave olor de las flores empezó a impregnar el aire de apartamento; corrió hasta la cocina para buscar un vaso donde ponerlas. Solo después se atrevió a mirar la tarjeta blanca que sobresalía del ramo.

Muero de ganas por verte. —Rezaba el mensaje, odió el efecto que tuvo sobre ella. Suspiró, apretando el papelito en su mano.

No sé lo había esperado. Estaba a escasos minutos de verlo y ese detalle que tuvo con ella la dejó temblorosa y confundida con sus propios sentimientos. Gracias a Dios, no le dio tiempo siquiera para pensar en eso porque la puerta sonó de nuevo. Esta vez se tomó su tiempo antes de abrir, tratando de regular su respiración. No permitiría que viera lo nerviosa que la estaba poniendo.

—Hola. —Saludó al tenerlo de frente, apretó con demasiada fuerza la puerta, no se sentía segura de que no le saltaría encima en cualquier momento.

Nolan tenía ese efecto en ella desde la primera vez que se encontraron. La mayor parte del tiempo la ponía extremadamente nerviosa, pero eso no quería decir que la atracción que sentía se hacía más fácil de manejar.

—Hola. —respondió a su vez, con una sonrisa brillante plasmada sobre sus labios.

—Gracias por las flores. —De repente se sintió muy tímida, buscó un tema de conversación desesperadamente—. ¿No fue más fácil traerlas por ti mismo? —inquirió, ocultando su diversión.

Nolan se encogió de hombros, quitándole importancia. Odió que la dejara con la duda, pero se abstuvo de replicarle nada. Si comenzaba esa cita con su malhumor habitual, espantaría el hombre antes de llegar a la puerta.

—¿Vamos? —Le ofreció el brazo y por un momento dudó, antes de deslizar la mano y dejarse llevar. Aún a través de su traje grueso, sintió un escalofrío cuando lo tocó, pero se colocó una máscara de indiferencia para que él no lo notara. Estaba cayendo por él; él no tenía por qué saberlo.

—¿A dónde vamos? —Curioseó mientras esperaban el ascensor.

—Es una sorpresa. —Rio, negando con la cabeza. Le había hecho esa misma pregunta mil veces desde que aceptó la invitación, así que no le extrañó que el pobre hombre se mostrara fastidiado.

—Odio las sorpresas. —masculló, tirando de él cuando la puerta del ascensor se abrió. Se adentraron en la caja metálica y apretó un poco su brazo —no por miedo, se dijo, sino por precaución—.

—Tú odias muchas cosas, ¿no? —Nunca antes escuchó esa mezcla de diversión y seriedad en su voz, ladeó un poco la cabeza para mirarlo. Nolan tenía la mirada fija en las puertas de la caja, la ignoraba deliberadamente, pero podía adivinar el nacimiento de una sonrisa en la comisura de sus labios. Exasperante, pensó. No entendía por qué la atraía tanto ese hombre tan exasperante.

—Las sorpresas están en el primer puesto, actualmente. —Insistió, con la esperanza de que dejaría de lado su mutismo y le diría donde se dirigían. No porque odiara tanto las sorpresas —debía aceptar que había algo lindo en el hecho de que quería sorprenderla— sino porque no se sentía capaz de aceptar que él la conociera tan bien como para estar tan seguro de que acertaría.

Ese fue el meollo del problema, se dio cuenta con una mueca de pesar. No le gustaba la confianza que sentía Nolan respecto a ella.



#14532 en Novela romántica
#8579 en Otros
#2621 en Relatos cortos

En el texto hay: amor, sorpresa, primera cita

Editado: 09.02.2023

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.