Auland, 1985
Las colinas verdes de Auland estaban bañadas por el sol del atardecer. El mismo sol que refulgía en los rizos rubios de Maite, haciéndola ver etérea. Ella caminaba hacia él a paso lento, disfrutando del paisaje. Su cara estaba dividida por una sonrisa enorme y, aunque por la lejanía no podía verlos, sabía que sus ojos también sonreían. El vestido blanco se arremolinaba alrededor de sus piernas y el ramo de rosas blancas completaba la imagen de una diosa de antaño.
José quería acercarse, acortar la distancia cuanto antes, pero un carraspeo a su espalda lo detuvo. Claro, se recordó, no estaban solos. Y aunque el hombre que estaba ahí parecía irritado, también portaba un brillo de satisfacción en sus ojos. Algo que nunca aceptaría.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, la mujer se detuvo a su lado, sonriéndole.
- Estoy tratando de recordar porque esto es una muy mala idea, pero no logro hacerlo.
Ignorando a su compañero, José se acercó y se inclinó para besarla
- ¿Ahora? – le preguntó con una sonrisa cuando se separaron y ella volvió a negar con la cabeza.
- Ahora mucho menos. – río.
- Yo podría... - empezó el sacerdote, pero José lo acalló con un movimiento de la mano, aun mirando hacia la mujer que estaba a punto de convertirse en su esposa.
- Lo sé. Y no me importa. – dijo para ambos y Maite asintió, dándose cuenta de que necesitaba que él lo reafirmara.
Aún sin estar muy convencido de lo que hacían, el sacerdote procedió con la boda. Estaban solos en algún lugar apartado del país, con las montañas a su espalda como únicos testigos, las olas furiosas del mar haciendo de orquesta.
José lamentaba en lo más profundo de su ser no poder darle una boda que ella se merecía. Pero eso no era posible, hacerlo a escondidas era la única forma de asegurarse que nadie se interpondría.
Después, lidiaría con las consecuencias.
Bailaron por primera vez en la orilla del mar. Dejándose llevar por los sentimientos, Maite logró ignorar la voz maléfica que insistía que ella no se merecía tanta felicidad. Pero, esta estaba cada vez más insistente, más furiosa. De pronto toda la alegría se esfumó y se encontró temblando en los brazos de su ahora esposo.
- Todo va a estar bien. – la tranquilizó él, sin necesidad de preguntar que le pasaba. Ambos lo sabían, ambos lo temían.
Esa burbuja en la que decidieron encerrarse ese día inevitablemente explotaría y se verán obligados a enfrentar las consecuencias de su acto. Cuando volvieran a la capital, a ese nido de víboras aristocráticas que nunca podrían entender a una mujer como Maite, de hombres acaudalados que se creían dueños de las vidas de los demás simplemente porque nacieron en el seno de una familia poderosa. A sus familias, la de ella que estaba haciendo maletas para refugiarse en los campos perdidos de Auland, junto a miles de otras que escapaban de las habladurías; y a la de él que no tendría por qué verse envuelta en un escándalo, pero que lo haría.
- Prométeme que nunca tendremos una hija. – le suplicó, aferrada a su brazo.
José asintió, pero ella no pudo verlo. Era la enésima vez que le repetía esa promesa y seguía sin poder aceptarla. Pero, por ella, estaba dispuesto a renunciar a muchas cosas, esa incluida. Porque Maite podría hacerle frente a todo, pero no podría volver a vivir la misma historia.
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Editado: 20.06.2021