Auland, 2015
- ¿Estas lista? - Anabelle echó un último vistazo al espejo antes de girar hacia su hermano. Antonio estaba apoyado en el marco de la puerta, mirándola con cierta tristeza en los ojos.
- Dame otro minuto, por favor. - hizo un esfuerzo para que su voz sonara triste, convenciendo a Antonio a que se retirara.
Tenía poco tiempo, ya debería estar de camino al castillo. Pero necesitaba privacidad para preparar la parte de plan que todos desconocían. Bueno, todos menos Pablo. Era su mejor amigo y por ende el único que sabía todos sus secretos y sentimientos. El único que realmente sabía cómo se estaba sintiendo en esos momentos. Ni siquiera Amanda la conocía tan bien, a pesar de ser como dos mitades de un mismo corazón. Sonrió tristemente. La distancia nunca pudo destruir ese lazo invisible que las unía.
Amanda. Se miró al espejo de cuerpo entero e hizo una mueca. Estaba vistiendo un vestido floreado, demasiado aniñado para su gusto. Su hermana realmente seguía siendo una niña en el alma. Pasó los dedos por su cabello ahora castaño, finalmente aceptando la realidad. Estaba totalmente cambiada. No quedaba nada de Anabelle Gómez.
Unos golpes en la puerta la sacaron de sus recuerdos, se apresuró a sacudirse la tristeza. Camino rápidamente hacia la cama y sacó la caja que había escondido ahí la noche que llegó. Observó los dos frascos de pastillas que yacían ahí y las metió en su maleta, entre la ropa interior. Supuso que nadie miraría ahí. Volvió la caja a su escondite y cerró las maletas
- Pasa. – dijo, cuando los golpes a la puerta se reanudaron.
Su madre entró con la cabeza agachada y Anabelle supo que cuando la levantara vería sus ojos rojos de tanto llorar y ojeras de no dormir desde hacía días. Sintió una opresión en el pecho, mientras se formaba un deseo incontrolable de decirle que todo estaba bien y que no tenía por qué preocuparse. Pero no podía, porque ni ella misma tenía la certeza de poder arreglar esa situación. No recordaba haber tenido tanto miedo en su vida. Además, odiaba mentir.
- Sabes que no tienes por qué hacer esto, mi niña. - la voz de Maite salió forzada y Anabelle pensó que a su madre le dolía hasta respirar.
Observó su aspecto. Estaba tan cambiada desde la última vez que la vio. Su cara estaba pálida y se asomaba una que otra arruga, como si hubiera envejecido de repente en tan solo dos meses. Sus ojos estaban hundidos y constantemente rojos. Había adelgazado y ahora no estaba maquilada, como era su costumbre. La recordaba siempre arreglada, maquillada y bien vestida. En esos momentos parecía una copia mal hecha de Maite que había sido alguna vez.
Maldijo el destino. Su madre no merecía tanto sufrimiento. Era la persona más buena del mundo. Sabía todo lo que había pasado en si juventud y aun así era una persona llena de amor y cariño para regalar. Desde que tenía memoria la recordaba como una mujer sonriente, con una sonrisa maternal en la cara. Estaría dispuesta a todo por sus hijos, sobretodo por ella. Muchas veces la oía recriminarse su decisión de años atrás, pero Belle nunca sintió resentimiento. Quizá las circunstancias la hicieron crecer más rápido u madurar antes que de costumbre, pero siempre había entendido sus razones. Todo su sufrimiento era ínfimo comparado con el que habría vivido de haber crecido ahí.
- Que ironía, - pensó para sí misma. – Todo lo que pasaron para protegerla y terminaron en esa situación.
Echo una ojeada al reloj y sintió que el tiempo se le venía encima. Era la hora de irse. Pero antes, abrazó a su madre con fuerza.
- Y tú sabes que nada me podrá convencer de no hacerlo, mama.
Salió de la habitación arrastrando las maletas, se despidió de su hermano y miró por última vez a su madre, que permanecía en lo alto de las escaleras, llorando en silencio. Su padre estaba en el trabajo, él tenía una excusa perfecta para no presenciar la despedida. Ignoró a su hermano cuando se ofreció a llevarla y entró en su coche. Estaba a punto de irse, pero algo la detuvo. Salió del auto y se acercó a su madre.
- Te prometo que ella volverá con nosotros.
No esperó respuesta, volvió al coche y tomó la carretera que llevaba hacia el castillo. Estaba manejando por un rato, hasta que el sonido de su celular la trajo de vuelta a la realidad. Era extraño como la relajaba manejar.
Todo bajo control. - Pablo
Corto y preciso. Tan típico de él. Sonrió a pesar de sí misma. Estaba feliz de saber que al menos él estaría acompañándola en esa aventura.
Cuando divisó los muros del castillo y comprendió lo cerca que estaba, una sensación extraña se apoderó de su estómago. Aunque nunca lo aceptaría en voz alta, estaba nerviosa. Demasiado. Para ella no era una operación cualquiera. Había mucho en juego, la vida de su hermana entre otras cosas. Y también una sensación extraña que no lograba identificar, pero que aumentaba su malestar.
Apenas unos metros antes del portón, este se abrió automáticamente, dejándole apreciar por primera vez el castillo de Auland. Aunque había visto mapas y fotos para que nadie sospechara que era su primera vez allí, verle de verdad era magnifico. El castillo estaba glamuroso, tanto que quitaba el aliento.
Su atención se vio atraída por el jardín que precedía la estructura y recordó la risa de Amanda mientras le narraba sobre las fiestas que sucedían ahí. Su hermana no había exagerado en nada, pensó maravillada. El lugar era enorme, con una fuente en el centro que escupía agua en patrones hipnotizantes y arcos decorados con flores que llevaban hacia los jardines más pequeños, más privados. Un poco más allá de la fuente se alzaba en toda su majestuosidad la estatua de una mujer a la cual reconoció vagamente como a la fundadora del país. En ese punto soltó una carcajada pensando en la ironía delante de la cual se encontraba. Un carraspeo la devolvió a la realidad y dio media vuelta para encontrarse cara a cara con Pablo, con dos hombres uniformados detrás de él.
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Editado: 20.06.2021