A. Alexa. Secretos de la corte (#1 Cortes perversas)

XXXIII

Clarisa no pudo dormir esa noche tampoco. La tensión de lo que estaba por ocurrir estaba flotando en el aire, afectando al palacio entero. Si bien solo pocas personas sabían de lo que pasaba, todos se daban cuenta de que algo no estaba bien. Y ella, estando en el ojo del huracán, se veía cada vez más afectada.

Conciliar el sueño se había convertido en una meta difícil de alcanzar, por lo que pasaba las noches sentada al alfeizar de la ventana, mirando la oscuridad que rodeaba los bosques detrás del palacio. Ya no se atrevía a vagar por los jardines sola después del atardecer, como tampoco se atrevería a poner un pie fuera del palacio sin guardaespaldas (por más que le pesase aceptar).

Pensó en que todo habría sido más fácil si no se hubiera involucrado personalmente, si se hubiera mantenido al margen. Ella era una princesa, había gente a su mando para ocuparse sobre esas cosas sin la necesidad que se pusiera en peligro. Pero, también se dio cuenta, así jamás habría experimentado la alegría pura que reino por esa sala de comando cuando se dieron cuenta de que finalmente tenían algo para avanzar; el frenesí de los preparativos; la sensación de plenitud completa al darse cuenta que ella había sido parte de algo tan grande.

Ahora le tocaba dejar las cosas a los profesionales. Había merodeado por las salas mientras ellos se preparaban, pero decidió no mezclarse. Ella no sabía nada sobre operaciones de asalto y redadas, menos de armas y explosivos. Al verlos y escucharlos se dio cuenta que eso era su día a día, parte de la rutina tanto como para ella salir de compras.

Un toque suave en la puerta la sobresaltó, echó una ojeada al reloj que colgaba sobre la pared. Era pasada la medianoche y nadie tenía porque buscarla en esos momentos. Por un instante se dejó llevar por el pánico, pensando que vendrían a hacerle daño en su propia habitación, pero rápidamente desechó esos pensamientos. Era el lugar más seguro para ella, nadie podría vulnerarlo.

- Adelante. – se felicitó al sentir su voz salir firme, sin rastros de temblor. Sus manos, esas eran otra cosa.

Las apretó fuerte, para que su visitante no se diera cuenta.

Dio un respingo al ver a Pablo del otro lado de la puerta, pero también eso hizo que se calmara. Existían pocas personas con las que se sentía completamente a salvo, las podría contar con los dedos de una mano, y el guardaespaldas / agente de policía encabezaba esa lista actualmente.

Él no dijo nada, caminó en silencio hasta donde estaba ella, dejó la mirada vagar más allá de la ventana.

- Supongo que son las vistas más bellas desde el palacio. – murmuró, perdido en la vastedad del bosque. Era una imagen tan inquietante como hipnotizante, le producía cierta incomodidad, pero no podía obligarse a quitar la mirada.

- Supongo. – respondió la princesa, deseando saber qué hacía allí en ese momento.

Habían pasado mucho tiempo juntos desde que se conocieron, él estuvo a cargo de su seguridad más veces de las que le gustaría, pero nunca cruzó el límite que suponía la puerta de su habitación. Por eso era tan extraño que estuviera ahí.

- Dime que no viniste a despedirte. – susurró después de varios minutos de silencio, sintiendo como las palabras la quemaban.

Había escuchado a varios de los agentes hablar con sus parientes en los Estados Unidos ese día, conversaciones tranquilas, pero llenas de sentimientos, de declaraciones. Sabía que era una costumbre despedirse de los seres queridos antes de una operación de tal magnitud, pero nunca se imaginó que él quería despedirse de ella.

Sus sospechas se vieron confirmadas con un simple asentimiento de la cabeza. Pablo seguía sin mirarla, seguía en ese silencio atronador que le ponía los pelos de punta.

- Te prohíbo que lo hagas. – espetó, dándose cuenta de lo ridículas que sonaban sus palabras, pero sin arrepentirse por pronunciarlas.

Él hizo una mueca, o tal vez era un intento de sonrisa, no lo podía deducir. Sintió su corazón apretarse ante la posibilidad de no verlo nunca más, de que algo malo le sucediera. Se vio tentada a pedirle que no vaya, pero ya conocía la respuesta de antemano.

- Es la primera vez que siento la necesidad de hacerlo. – confesó, con el ceño fruncido. Para él también era una novedad. Sí, como cada policía, tenía una carta preparada para sus seres queridos en caso de que pereciera en una misión, pero nunca sintió la necesidad de hacerlo personalmente. – Papá siempre se despedía de mamá. A veces eran discursos completos, llenos de sentimientos y confesiones. Pero también lo eran los besos de despedida y los “te amo” de cada mañana. Porque una vez que sales de la casa, no sabes si vas a regresar. Y

- ¿Te despediste de tu mamá? – preguntó, con la necesidad imperiosa de desviar el tema.

- Nunca. Aprovecho cada oportunidad que tengo para decirle lo que significa para mí, pero nunca me despedí. Siento que le rompería el corazón, cada vez que papá lo hacía ella lloraba la mayor parte del día.

- Ha de ser difícil ser la esposa de un policía.

- Ella dice que nunca cambiaría la vida que tiene con papá por nada del mundo. Una vez le pregunté porque le hacía daño diciéndole eso, pero él solamente negó con la cabeza, diciéndome que un día lo entendería.




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