Existían mujeres que no creían en el amor. Y también existían mujeres que creían en él, demasiado. Justamente, las últimas eran las que más lo rehuían, escapaban de él como si significara la muerte.
Para Angélica, el amor suponía precisamente eso. El correr por tu vida como si no hubiera mañana, arrastrarse por callejones malolientes y oscuros, buscando la salvación que nunca llegaba. Fueron años los que necesitó para finalmente salir del callejón y pisar la calle, ahí donde el mundo podía verla. A ella y a sus cicatrices.
Parecía que una vida entera había pasado desde que decidió cambiar su destino de raíz. Nuevo nombre, nueva ciudad y una nueva casa bastaron para que la sonrisa volviera a su rostro sin moretones. Un nuevo corte de pelo y ropa elegante crearon una mujer nueva, segura de sí misma. El corazón que latía en su pecho seguía persiguiendo al amor, buscaba historias románticas que te harían llorar. Simplemente, ella ya no era la protagonista de esas historias. Empujaba a sus amigos hacia ese destino lleno de brillo rosa y corazones rojos, mientras que ella se mantenía al margen.
Su mejor amiga, la confidente que conocía todos sus secretos, ese día brillaba. El amor que se vislumbraba en sus ojos la hacía aún más hermosa, más joven. El hombre que le acababa de jurar amor eterno no lucia diferente, la miraba con ojos llenos de lágrimas de felicidad. Angélica estaba feliz por Maite, aquella mujer que no creía en los cuentos de hadas, ahora estaba viviendo uno.
Maite había conocido a su actual esposo precisamente un año atrás, en las Navidades. Era poético que hubieran decidido celebrar su amor y unir sus vidas en el mismo lugar donde se habían conocido. Así, ese año fue Maite quien consiguió arrastrar a Angélica al borde de un tren que buscaba aventuras. Solo, no fue en sus planes repetir la historia del año anterior.
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La gente a su alrededor se divertía demasiado. O, quizá, era ella quien no se divertía en absoluto. Acostumbrada a ser el alma de la fiesta, esa noche, Angélica sentía que estaba fuera de su eje. Se desconocía a sí misma. Volvía a ser la persona que había sido años atrás, una mujer que pensaba haber sepultado. Y esa congoja suya tenía nombre y apellido. Que ella no los conociera era otra cosa.
El hombre moreno no le quitaba el ojo de encima desde que comenzó la ceremonia; para su desgracia, se trataba de uno de los mejores amigos del novio, así que era imposible que desapareciera de su vista. La estaban incomodando sus miradas intensas, ya ni siquiera intentaba esconder su interés. Y, como pasaban los minutos, para Angélica se hacía más difícil disimular el suyo. Algo en ese hombre la atraía de una manera peligrosa, cada aspecto de su persona indicaba peligro.
En los últimos años, la mujer se había convertido en una experta en eludir al peligro, en reconocer ese tipo de hombres a kilómetros de distancia y correr en dirección contraria lo más rápido que pudiera. Esa noche, presa de un extraño embrujo, era incapaz de moverse. Escapar no era una opción, solo podía rogar que el tiempo pasara más rápido para poder esconderse en su compartimento hasta el final de viaje. En ese momento odiaba a Maite y su idea de extender la celebración hasta la Noche Buena.
Ansiosa por un poco de paz, comenzó a caminar por el salón sin rumbo, esquivando las parejas en la pista de baile, quitándose del camino de los niños emocionados que correteaban por ahí. Se refugió detrás del árbol de Navidad, confiada en que ese gigante la ocultaría. Como el año anterior, quedó deslumbrada por su belleza. Y por el hecho de que soportara ese camino largo, lleno de baches, sin perder siquiera una de sus hermosas bolas.
Lastimosamente, no fue la única que tuvo la brillante idea de esconderse en ese sitio. El motivo de su escape, en primer lugar, fue el primero en encontrarla.
—Es una hermosa fiesta. —comentó el hombre con desinterés, haciendo que Angélica sonriera ante lo obvio de su declaración. Tenía una voz suave y melodiosa, lo cual la sorprendió. Había esperado una voz más dura, más vigorosa.
Los ojos se le llenaron de lágrimas al comprender que lo había esperado a él. Ese hombre desconocido, en algún momento de la noche, había adquirido los atributos de su exmarido, en toda su masculinidad y crueldad. No supo qué decir por largos segundos, se quedó mirándolo boquiabierta.
—Lo es. —consiguió murmullar, absorta en sus facciones, mirándolo como si lo viera por primera vez. Si él se dio cuenta de su escrutinio, no mencionó nada. Permanecía apoyado sobre la pared con desinterés y a la vez observando todo lo que ocurría a su alrededor.
—¿Por qué te escondes entonces?
La sorpresa la tomo desprevenida, por eso no respondió nada al instante. En realidad, se preguntó si él tenía la razón y ella realmente se estuviera escondiendo de algo o alguien. Sacudió la cabeza, diciéndose que aquello era una tontería; se obligó a dejarlo pasar. En cambio, sonrió, una sonrisa deslumbrante y perfectamente ensayada apareció en sus labios.
—No me escondo. —rebatió, sin mirarlo a los ojos. Aunque estaba convencida de que él estaba imaginando cosas, no quería correr el riesgo de encontrarse con su mirada.
—Si tú lo dices. —Era evidente que no le creía, pero Angélica se convenció de que la opinión de ese extraño no tenía por qué importarle tanto.
—Yo lo digo. —afirmó, alejándose de lo que debió ser su escondite, pero terminó siendo el infierno.