Había una vez una linda chica. Era cálida, carismática y amable. Pocas veces la veías ser pesimista o bajar la cabeza ante algo o alguien, y siempre, no importase quién fueses, te ofrecía su ayuda.
Aunque muchos la viesen así, la verdad de su vida era otra.
De pequeña adoraba a su padre. Él siempre tenía una sonrisa en sus labios cada vez que necesitara consuelo o se sentía protegida por él. Le contaba historias al irse a dormir, le cantaba, jugaban y se reían. Era una de las personas que más amaba.
Hasta que él engañó a su madre con otra mujer.
Ella estaba desconcertada, atónita y, sobretodo, decepcionada.
El hombre con quien más tenía confianza la había traicionado. Y eso le dolía mucho, dolía cuando veía a su madre llorar para que no las abandonara, para intentar que entrara en razón y se quedara. Pero el hombre dio media vuelta y se fue.
Ella sufrió mucho con su partida, sufrió por no saber nada de él durante más de un año. Sin embargo, aún lo quería.
Había perdido a alguien que amaba.
Tiempo después, cuando la chica era adolescente, se enamoró perdidamente de un muchacho que la veía con ojos de amor. Emocionada, confesó sus sentimientos y estos fueron correspondidos de la mejor manera.
El aire olía diferente, la comida le sabía más deliciosa y, lo más importante: Se sentía feliz y segura.
Lastima que la felicidad es pasajera.
Por más que ella y él intentan arreglarlo, superarlo y seguir adelante, no pudieron. Tal vez un golpe le hubiera dolido menos.
De nuevo, había perdido a la persona que más amaba.
Las primeras noches fueron horribles.
¿Alguna vez has sentido que te rompes internamente? ¿Que en tu pecho hay tanto dolor que llorar no basta para eliminarlo? ¿Que quieres gritar y rezar para que solo sea un mal sueño?
Estaba tendida en su cama, a oscuras, sin poder moverse ni hacer mucho ruido. La sábana le llegaba al cuello, pero sentía frío. Mucho frío. Su cuerpo se estremecía con cada sollozo y recuerdo. Se odiaba por haber desperdiciado momentos valiosos, por recordar la calidez de un beso y un abrazo. Se odió más por no ser capaz de dormir, porque cada vez que su nariz tocaba su almohada, ahí estaba el aroma de él, como limón en la herida.
Lloró en la oscuridad, con su corazón latiendo violentamente en su pecho. La penumbra fue la única testigo de sus susurros desesperados, de cómo se volvía pequeña en su sitio, de cómo añoraba que regresara. Deseó abrazarlo más fuerte la última vez que lo hizo, deseó con todas sus fuerzas haberlo besado una última vez. Pero ya sus labios estaban secos, rotos. Y sus brazos estaban sin fuerza. Era muy tarde.
Se sintió muerta. Como si la hubieran jodido tanto como para no levantarse al día siguiente.
Rogó a la soledad de la oscuridad que, si la iba a absorber, le diera la fuerza suficiente para seguir, porque ella no la tenía.
Algo se quebró.
Algo murió dentro de ella esa noche.
Había tocado tal fondo, que se necesitaba más que fuerza de voluntad para volver a subir.
Entonces ella se convirtió en su monstruo. No solo bastaba con tener fuerza, sino también tener valentía.
En medio de la noche se tenía a ella misma. La única persona que no se iría de su lado, que estaría en los malos y buenos momentos. Se alentaría ella misma a salir, porque si ella misma no lo hacía, se ahogaría en sus saladas lágrimas y nadie vendría a salvarla.
Ella sería su propio flotador, su propia luz, su propio anhelo.
Se dejó morir...para volver a renacer con más fuerza.
La vida no va a esperar a que te lamentes.
Las personas que amas se irán algún día.
Pero tú seguirás teniéndote a ti mismo y eso es lo que cuenta.
F I N
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Editado: 01.10.2024