Los motores rugieron como bestias salvajes, vibrando a través de mi pecho hasta llegar a mi garganta. No estaba preparada para el ruido. Jamás lo estaba.
Me cubrí los oídos con las manos, pero no era suficiente. El rugir de esos autos, sumado al estrépito de las multitudes que vitoreaban, me dejó helada. Me estaba volviendo una costumbre sentirme fuera de lugar en medio de todos esos cuerpos, y hoy no era diferente.
Pero el motivo de mi presencia aquí no era sentirme cómoda. Era pintar. No había más.
Me aparté del grupo de curiosos que se apiñaban alrededor de la pista. Mi lugar estaba en la periferia, donde el sonido del motor era un susurro lejano, donde la pista brillaba como una serpiente plateada bajo el sol. A lo lejos, vi el auto que estaba pintando.
Su diseño, todavía incompleto, no era tan brillante como el resto, pero eso estaba por cambiar.
Sin embargo, lo que realmente me hizo detenerme no fue el auto. Fue él.
Aleksander
Le vi por primera vez desde la grada, cuando su auto dio una vuelta cerrada, rozando el borde de la pista como si fuera parte de ella. No lo reconocí inmediatamente por su rostro —aunque todo el mundo sabía quién era—, sino por cómo dominaba cada curva, cada momento de la carrera, con una frialdad que parecía incluso calcular los latidos de su propio corazón.
Pero no me importaba su fama. No me importaba lo que representaba. Yo estaba allí por un motivo claro: pintar. Y no había lugar para distracciones.
Lo observé por unos segundos más, sintiendo esa extraña mezcla de admiración y desconcierto. Su postura, rígida como un soldado, su rostro impasible, casi inaccesible. Podía ver cómo su cuerpo respondía al auto, casi como si fuera una extensión de sí mismo. Todo en él era control, exactitud, un tipo de perfección que nunca habría imaginado que un hombre podría alcanzar.
El coche cruzó la meta en primer lugar, y el estruendo de la multitud me hizo volver en mí.
Mi mente, usualmente tan ensimismada en mis pinturas, se quedó atrapada en él. Algo sobre ese hombre, sobre su presencia, me tenía hipnotizada. Como si cada parte de él, incluso en la distancia, me estuviera llamando.
Me sacudí la cabeza y volví a mi lugar.
No era mi lugar pensar en él. Yo solo estaba allí para pintar, para concentrarme en lo que podía controlar. Los colores, las formas, los detalles.
Nada más.
Unos minutos más tarde, las puertas del garaje se abrieron y ahí estaba, saliendo de su auto con la misma expresión de piedra que había llevado durante toda la carrera. No había sonrisas, ni saludos, solo una intensidad palpable que lo envolvía todo.
Me quedé quieta, observándolo desde la distancia. Sus tatuajes, las cicatrices que le recorrían las manos, los ojos fríos que miraban sin ver nada ni a nadie. Un hombre hecho de hierro y hielo.
Por un momento, me encontré imaginando cómo sería si me acercara y le hablara. ¿Sería como esas entrevistas que a veces veía por televisión? ¿Una conversación en la que todo lo que él dijera me helara aún más por su indiferencia?
No. Sabía que no. Sabía que en la distancia, podía soñar. Pero cuando los acercamientos eran reales, me encontraba en un terreno en el que no sabía cómo caminar.
El sonido de un motor arrancando me hizo voltear, y cuando lo hice, él ya estaba cerca. No me había dado cuenta de lo rápido que había caminado hasta mí.
Lo miré por un segundo. Su mirada pasó de la pista a mí, sin detenerse. Era un hombre de pocas palabras, y esas pocas palabras solían ser como puñales.
—¿Tú eres la artista? —preguntó con voz grave, los ojos apenas moviéndose de su objetivo.
Asentí, pero mi voz se atoró en mi garganta.
—Sí… soy… la que está pintando tu auto. —Mi tono sonó mucho más inseguro de lo que había querido, y me odié por eso.
Él la observó por un momento, su mirada fría sin mostrar ningún tipo de emoción, y luego dijo con calma, como si fuera una observación que no mereciera respuesta:
—No pareces encajar en este lugar.
Y ahí fue cuando mi mundo se desmoronó.
No pude articular una palabra. No me di cuenta de que había dado un paso atrás hasta que sentí que el borde de la pista me detenía. Sabía que él estaba esperando una respuesta, pero no tenía ni idea de qué decirle.
Lo único que podía sentir era la incomodidad que me había dejado su observación, tan directa, tan certera.
Él no parecía esperar una respuesta.
Simplemente se giró y empezó a caminar de vuelta al garaje, tan imponente como siempre, dejando tras de sí una estela de indiferencia.
Pero no pude evitarlo. Mientras lo veía alejarse, un pensamiento me atravesó la mente, tan rápido que casi me hizo sonrojar:
¿Por qué no me importa que sea un idiota?
Y aunque la respuesta era clara, aún no sabía cómo iba a responder a esa pregunta.