Me gustaba pintar cuando todo estaba en calma.
Cuando el sonido era un susurro distante y la gente era solo siluetas borrosas en el fondo. Me gustaba tener un plan, saber que los colores se mezclarían de la manera correcta, que el pincel se movería como debía, que todo estaba donde pertenecía.
Pero no era el caso hoy.
La carrera había terminado hacía una hora, pero los motores seguían rugiendo. Las risas eran fuertes, las voces demasiado cercanas, demasiado imprevistas.
Los mecánicos golpeaban herramientas contra el suelo, el metal chillaba, las carcajadas se mezclaban con órdenes gritadas.
Me arrodillé junto a la parte trasera del coche, tratando de concentrarme en los detalles de la pintura. Sabía que si me enfocaba en el patrón que había trazado —líneas largas, fluidas, entrelazadas como un río— podría calmarme. Podría respirar.
Un golpe de una caja de herramientas cayendo al suelo.
Una risa estridente.
Un motor explotando en un acelerón de prueba.
Un altavoz chillando una orden.
Demasiado.
Era demasiado.
El pincel tembló en mi mano.
No... No podía pasar ahora. No debía.
La pintura se corrió, una línea torcida, imperfecta. Mi garganta se cerró de golpe.
Sentí cómo mi corazón empezó a latir rápido, como si quisiera salirse de mi pecho. Mi respiración se volvió entrecortada. Mi cuerpo sabía lo que venía antes de que mi mente pudiera detenerlo.
Intenté repetir los pasos que siempre funcionaban:
Uno, dos, tres, cuatro...
Contar hasta diez.
Visualizar girasoles (siempre girasoles, amarillos, redondos, seguros).
Pero no podía.
Todo era demasiado rápido, demasiado ruidoso, demasiado... fuera de lugar.
Mis manos temblaban. El pincel cayó al suelo.
Me tapé los oídos, encogida junto al auto, como si el simple acto de hacerme pequeña pudiera hacer desaparecer el ruido. Sabía que para cualquiera que me viera, parecería rara, exagerada, débil.
Pero no era debilidad.
Era supervivencia.
Odiaba este tipo de momentos.
Cuando mi cerebro parecía romperse en mil pedazos y el mundo entero era un ataque contra mi piel, mis sentidos, mi mente.
Entonces, una sombra bloqueó la luz sobre mí.
No quería mirar. No podía.
—¿Cat? —la voz fue baja, seca, seria.
Era él. Lex.
No sabía cómo, pero sabía que era él.
Me forcé a abrir un poco los ojos. Vi sus botas negras primero. Inamovibles. Sólidas.
No dijo nada más. No preguntó qué me pasaba, no intentó tocarme, no hizo ninguna de esas cosas que la gente solía hacer "por amabilidad" y que solo me hacían sentir peor.
Simplemente... se agachó.
Vi su mano moverse, lenta, deliberada, recoger el pincel que yo había dejado caer.
Se quedó allí, sin acercarse demasiado, como si supiera que cualquier movimiento brusco podría quebrarme aún más.
Yo respiraba entrecortadamente, las lágrimas agolpándose en mis ojos.
Odiaba que me vieran así.
Odiaba que justo él me viera así.
Pero no se fue.
Tampoco me miró con pena.
Solo esperó.
Poco a poco, gracias a su silencio, a su presencia dura pero tranquila, empecé a sentir que podía respirar otra vez.
Conté hasta diez. Esta vez funcionó.
Recordé los girasoles.
Me limpié la cara con la manga de mi camiseta, odiándome un poco por no ser como los demás, por no poder soportar cosas tan simples como el ruido o el desorden.
Y cuando por fin reuní el coraje para levantar la vista, él seguía allí.
Observándome como si... no fuera un problema.
—¿Quieres que saque a todos? —preguntó de repente, su voz baja como un trueno a la distancia.
Mis ojos se abrieron con sorpresa.
No sabía cómo responder a eso. Nadie nunca había ofrecido eso. Nadie nunca había ofrecido entender sin preguntar.
Sacudí la cabeza con fuerza.
—No... Solo… necesito... un momento.
Él asintió, como si yo hubiera dicho algo perfectamente normal.
Sin apuro, sin molestia.
Simplemente se levantó, se giró, y se quedó de pie entre mí y el caos. Como un muro de concreto que filtraba el ruido, que protegía el pequeño espacio de calma que yo desesperadamente trataba de recuperar.
Nunca nadie había hecho eso por mí.
Nunca nadie.
Y, en silencio, mientras respiraba más despacio, supe que ese hombre —el que todos temían, el que parecía más peligroso que el mismo infierno— era la persona que, por primera vez en mucho tiempo, me había dado lo único que necesitaba:
Espacio.
Y respeto.
Y no sabía cómo iba a olvidarlo.