No sabía qué demonios había pasado.
No entendía por qué.
Pero la forma en que ella se encogió junto al auto, temblando, tapándose los oídos, como si el mundo entero la estuviera aplastando…
esa imagen me seguía como un puto eco en la cabeza.
No era como los demás.
No era una chica frágil, no en el sentido estúpido que la gente suele pensar. No lloraba porque sí, no parecía buscar atención.
Era otra cosa.
Algo más profundo. Más real.
Y me molestaba no entenderlo.
Me molestaba que me importara.
Apoyé la espalda contra la pared del taller, observándola mientras intentaba recomponerse. Vi cómo contaba algo en silencio, con los dedos apenas moviéndose. Vi cómo cerraba los ojos, apretaba los puños, como si peleara contra algo invisible.
No era normal, pero tampoco era algo roto.
Era algo que nadie más aquí parecía ver.
Cruzaba los brazos sobre el pecho cuando uno de los mecánicos encendió otro maldito motor. El rugido me hizo fruncir el ceño. Ella se estremeció de nuevo, aunque no dijo una palabra.
Lo vi, lo sentí.
Ese ruido la partía.
No sabía si era miedo. Trauma, tal vez.
No sabía si era odio puro al ruido.
No sabía nada.
Y no era asunto mío.
Pero igual me moví.
Caminé por el taller, mirando entre las zonas de reparación, los depósitos, los rincones que nadie usaba.
Pasé junto a la vieja zona de repuestos olvidados, un lugar que casi nadie tocaba porque el techo goteaba cuando llovía y las lámparas parpadeaban.
Pero estaba lejos del ruido principal.
Más frío, más tranquilo.
Perfecto.
Me acerqué a uno de los jefes del equipo, sin perder tiempo.
—Voy a necesitar la zona este —dije.
El tipo me miró como si me hubiera vuelto loco.
—¿La zona abandonada? ¿Para qué, Lex? Ahí no entra nadie...
Lo miré. Directo.
No lo expliqué.
Solo esperé.
Al final, el tipo soltó un bufido y levantó las manos.
—Haz lo que quieras, hermano. —Y se alejó, murmurando algo sobre mis rarezas.
No me importó.
Volví hacia ella.
Cat seguía allí, más tranquila, pero su cuerpo todavía tenso.
Tomé una respiración que no necesitaba y caminé hasta su lado.
No soy bueno para hablar.
Nunca lo he sido.
Así que me detuve frente a ella y señalé hacia el fondo del taller, donde apenas se oía nada.
—Hay un lugar allá.
Mi voz sonó más brusca de lo que pretendía.
Ella levantó la cabeza, sus ojos enormes, como si no supiera si debía confiar en mí.
No la culpaba.
—Es más tranquilo —agregué, encogiéndome de hombros como si no importara—. Podrías… trabajar allí, si quieres.
Sus dedos jugaron con la manga de su camiseta, arrugándola, como si procesara mis palabras lentamente.
Y luego, asintió.
Solo una vez. Pequeño. Preciso.
No sonreí.
No dije más.
No era necesario.
Solo la acompañé en silencio, caminando unos pasos detrás, asegurándome de que no tropezara con nada ni nadie, asegurándome de que, por una vez, tuviera algo que aquí era un maldito lujo:
Paz.
Cuando llegó al rincón apartado, vi su rostro relajarse un poco.
Sus hombros bajaron, su respiración se volvió más lenta.
Y maldición, esa pequeña cosa —esa ridícula, estúpida cosa— me hizo sentir como si hubiera ganado una carrera más importante que cualquier otra.
Me apoyé contra una de las columnas oxidadas, cruzando los brazos, fingiendo que no la miraba.
Ella sacó su pincel, sus pinturas, y comenzó a trabajar de nuevo.
No dijo gracias.
Yo no lo esperaba.
Porque lo que había hecho no era un favor.
Era simplemente… necesario.
No entendía por qué.
Y no quería pensarlo demasiado.
Solo sabía que, por alguna razón, su calma era lo único que empezaba a importar en este maldito mundo ruidoso y podrido.
Y eso, me jodía más de lo que estaba dispuesto a admitir.