CAT
El viaje llevaba ya varias horas.
La nieve empezaba a verse a través de las ventanas empañadas, cubriendo los campos como un manto interminable.
Los auriculares que Lex me había dado seguían sobre mis orejas, aislándome del bullicio.
A mi lado, él seguía "durmiendo".
Sabía que no lo estaba del todo. Cada tanto, sus dedos se tensaban, o su respiración cambiaba sutilmente. Como si estuviera en un estado de alerta permanente, incapaz de relajarse por completo.
Quería agradecerle.
Pero no sabía cómo.
Las palabras se me atragantaban en la garganta, como siempre.
Así que hice lo que mejor sabía hacer.
Saqué mi libreta de bocetos —siempre estaba en mi mochila, como una extensión de mí misma— y mi lápiz favorito.
Miré de reojo a Lex.
Su perfil era duro, sombrío, casi intimidante. Pero había algo en la forma en que fruncía ligeramente el ceño, en las sombras bajo sus ojos, que me hizo verlo de otra manera.
Como alguien cansado. Como alguien que, en silencio, había intentado hacerme sentir segura.
Dejé que el lápiz empezara a moverse.
Primero las líneas gruesas: su mandíbula cuadrada, el arco de su ceja, el cabello desordenado cayéndole sobre la frente.
Después, los pequeños detalles: la tensión en sus hombros, el puño semi cerrado apoyado en su rodilla, la cicatriz apenas visible junto a su ceja izquierda.
Cada trazo era un secreto.
Cada sombra, una palabra no dicha.
Pintarlo me calmó. Me hizo sentir que, de algún modo, podía darle algo a cambio.
Cuando terminé, miré el dibujo largo rato.
Lex, en la única versión de sí mismo que probablemente jamás permitiría que nadie más viera.
El verdadero Lex.
Cerré la libreta despacio y la abracé contra mi pecho.
Le lancé una última mirada furtiva.
Gracias, quise decirle.
Pero me conformé con guardar ese agradecimiento entre mis manos, en un dibujo que él nunca sabría que existía.
No todavía.