A ciento vente latidos

Capítulo 23 — "No es lo que piensas"

LEX

—¿Se puede saber qué mierda te pasa? —escuché la voz del jefe cuando terminé de recoger mis guantes de la nieve.

No respondí.

No tenía que hacerlo.

Me agaché para ajustar la moto de nieve que había dejado tirada, como si nada raro hubiese pasado hace unos minutos.

Como si no hubiera corrido como un loco a salvarla.

Como si mi corazón no siguiera martillando en mi pecho como un puto tambor de guerra.

El jefe se acercó, cruzándose de brazos frente a mí.
Su cara, curtida por años de frío y carreras, no mostraba nada. Pero sus ojos...
Sus ojos me escaneaban como si pudieran ver dentro de mí.

—¿Así que ahora eres el salvador de damiselas en apuros, Lex? —dijo con una ceja arqueada.

Me enderecé, mirando cualquier parte menos su cara.

—Se iba a joder la cabeza contra el auto de Owen —solté, encogiéndome de hombros—. Cualquiera habría hecho lo mismo.

Mentira.
Una puta mentira.

Y los dos lo sabíamos.

El jefe soltó una carcajada seca.

—¿Cualquiera? —repitió, en tono incrédulo—. ¿Desde cuándo a ti te importa un carajo lo que le pase a alguien?

No respondí.

Apreté la mandíbula hasta que me dolió.

El jefe dio un paso más cerca, bajando la voz para que solo yo lo oyera.

—No me vengas con tus cuentos, Lex. Te he visto esquivar a tipos tirados en la pista como si fueran conos de tráfico. —Se inclinó un poco hacia mí—. Pero a ella... a ella corriste a salvarla como si te fuera la vida en eso.

No dije nada.
Me limité a ajustar la hebilla de mi casco con una fuerza innecesaria.

—¿Qué pasa con la niña? —preguntó él, bajando aún más la voz—. ¿Qué carajo estás haciendo?

—Nada —solté, cortante—. Solo fue un reflejo. No es nada.

—¿Nada, eh? —El jefe soltó un resoplido, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo—. Y por "nada", ¿también te refieres a remodelar un puto taller viejo para que ella trabaje tranquila? ¿A obligar a los demás a callarse cada vez que pasa cerca? ¿A ponerle auriculares en el autobús como si fueras su niñera?

Le lancé una mirada helada.

—Te estás haciendo ideas, viejo —dije—. Me da igual.

Él me estudió en silencio durante unos segundos largos, tan largos que quise darle un puñetazo.

—Está bien, Lex —dijo finalmente, con una sonrisa torcida que no me gustó nada—. Si tú dices que no es nada... yo te creo.

Mentira.

No me creía una mierda.

Y lo peor era que yo tampoco sabía qué demonios me estaba pasando.

Solo sabía que cuando la veía temblando, como aquella vez en el taller, o paralizada frente a un auto descontrolado, algo en mí se rompía.
Algo que no podía controlar.

Y no me gustaba.

No me gustaba ni un poco.

—Preocúpate por la carrera, no por mí —gruñí, montándome de nuevo en la moto de nieve.

Antes de irme, lo oí decir, casi en un susurro:

—Tarde o temprano, Lex... vas a tener que dejar de mentirte a ti mismo.

Apreté los dientes y aceleré, dejando tras de mí solo el rugido del motor.

No era nada.

No era nada.

No era nada.

Me lo repetí todo el camino.
Pero no importaba cuántas veces lo dijera.

Sabía que ya era demasiado tarde.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.