LEX
La puerta del ascensor chilló horriblemente antes de empezar a abrirse.
Yo seguía abrazando a Cat contra mí, su cuerpo temblando todavía, su respiración agitada.
Mis ojos eran dos cuchillas cuando vi quiénes estaban esperándonos afuera.
Dos imbéciles del equipo contrario.
Ambos riéndose.
Sus teléfonos en la mano.
Y en cuanto vieron nuestras caras, uno soltó una carcajada apenas disimulada.
No me tomó más de un segundo entenderlo.
Fueron ellos.
Ellos nos habían encerrado.
Mi sangre se volvió fuego líquido.
Apreté los brazos alrededor de Cat, protegiéndola sin pensarlo, mientras daba un paso hacia adelante, los ojos fijos en esos dos bastardos.
—¿Qué carajos están mirando? —gruñí, mi voz tan baja que apenas la reconocí.
Uno de ellos soltó un comentario que no alcancé a entender, pero el tono burlón fue suficiente.
Dí otro paso, esta vez dejando a Cat apoyada contra la pared del ascensor.
Mi puño ya estaba cerrado, listo para romperle la cara a uno —o a los dos—, cuando una mano grande se interpuso en mi camino.
—Lex. —La voz del entrenador fue un trueno en el pasillo—. No ahora.
No me moví.
—Se metieron con ella —escupí.
No me importaba la carrera.
No me importaba el evento.
Lo único que quería era partirles los dientes.
Pero el entrenador se acercó más, bajando la voz para que solo yo lo oyera:
—Si no sales ahora, no correrás. Estás descalificado. Deja que yo me ocupe.
Yo respiraba como un toro.
Podía sentir la mirada de Cat sobre mí, temblando, escondida.
Y aunque cada célula de mi cuerpo me gritaba que los destrozara ahí mismo, vi la urgencia en los ojos del entrenador.
La carrera.
Todo el mundo estaba esperándome.
—Confía en mí, Lex. Voy a encargarme de ellos —prometió el entrenador con los dientes apretados.
Solté un gruñido bajo.
Y, a regañadientes, retrocedí.
Antes de irme, pasé junto a Cat.
Me agaché lo suficiente para que solo ella pudiera oírme.
—No les voy a dejar salirse con la suya, enana. Te lo juro.
Ella levantó la vista, sus ojos aún llenos de lágrimas, pero asintió apenas con la cabeza.
Mi garganta se cerró.
Sin pensar, le ajusté la bufanda alrededor del cuello, mis dedos rozando su mejilla con torpeza.
Después, me giré y salí corriendo.
Corrí como si toda mi vida dependiera de eso.
Corrí porque, de alguna jodida manera, sentía que había dejado algo muy importante atrás.
Pero prometiéndome que, apenas la carrera terminara, ajustaría cuentas.
Con todos.