LEX
Después de la entrega de premios —y de haber cargado a Cat frente a todo el maldito mundo—, el jefe se acercó, mirándome con una ceja alzada, pero no dijo nada. Sólo le lanzó las llaves de una de las cabañas.
—Llévala ahí. Hay un botiquín. Y tú —me señaló—, no la sueltes hasta que la vea alguien.
Asentí, gruñendo algo parecido a un "sí", aunque sabía que no iba a dejar que nadie más la tocara.
Cat se abrazaba a mi cuello, calladita, escondida contra mi pecho como si quisiera desaparecer.
Y parte de mí quería protegerla de todo.
La llevé hasta la cabaña, empujando la puerta con el pie. El calor adentro nos envolvió de inmediato.
La senté con cuidado en una cama improvisada, quitándome los guantes con los dientes.
Ella me miraba en silencio, sus enormes ojos brillando con algo entre dolor, vergüenza y ternura.
Busqué el botiquín a trompicones, maldiciendo porque todo era un desastre. Finalmente lo encontré.
Me agaché frente a ella.
—Pásame tu pie. —gruñí, tratando de sonar indiferente.
Ella dudó.
Se mordió el labio inferior.
Yo fruncí el ceño.
—No muerdo. —le aseguré, extendiendo la mano.
Cat soltó una pequeña risita nerviosa —el sonido más jodidamente lindo que había escuchado en toda la semana— y, despacito, puso su pie sobre mi muslo.
Me aguanté el impulso de tocarla con demasiada suavidad.
Le quité la bota con movimientos torpes, teniendo cuidado de no hacerla doler más.
Su tobillo ya estaba inflamado.
Me insulté mentalmente.
Debería haberla cuidado mejor.
Saqué una venda del botiquín, desordenándome más de lo necesario.
Mientras le vendaba el tobillo —apretando pero no demasiado—, ella hablaba bajito.
—Lo siento. Siempre arruino las cosas... —murmuró, como si fuera su culpa.
Me detuve en seco.
Levanté la cabeza y la miré.
Firme.
Directo.
—No digas eso. —solté, la voz más ronca de lo que pensaba.
Ella parpadeó.
Yo carraspeé, volviendo a concentrarme en su tobillo.
—Resbalaste. Punto. —dije encogiéndome de hombros—. No hay nada malo en eso. Pasa.
—Sí, pero... todos vieron... y soy— empezó.
La corté sin levantar la mirada:
—Eres Cat. Eso es suficiente.
Un silencio se instaló entre nosotros.
Un silencio cómodo. Raro para mí.
Pero cómodo.
Terminé de vendarle el pie y levanté la vista.
Cat sonreía.
Pequeñito.
Sincero.
Y sentí, por primera vez en años, que algo dentro de mí —algo que pensé que estaba muerto— empezaba a moverse.
Me levanté de un salto, fingiendo fastidio.
—Listo. Ahora no te quejes.
Ella rió otra vez.
Suave.
Limpio.
Y por alguna maldita razón, quise escuchar ese sonido todos los días.
Maldita sea.