A ciento vente latidos

Capítulo 33 — "Más de lo que aparenta"

LEX

Decidí que no iba a ir.

En serio.

No iba a pasar por la cabaña de Cat.
No era como si me importara.
Solo quería asegurarme de que no se hubiera tropezado otra vez o algo así. Porque era torpe. Y porque si se rompía otra parte del cuerpo, seguro Nate se burlaría de mí.

Sí. Era pura lógica.

Nada más.

Así que, como quien no quiere la cosa, terminé caminando por el sendero de nieve, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha.

Cuando llegué frente a su puerta, dudé un segundo.
¿Qué demonios estaba haciendo?

Pero entonces la escuché reír bajito desde adentro, y sin pensarlo, golpeé suavemente con los nudillos.

La puerta se abrió apenas.

Y Cat apareció, envuelta en una manta gigante, con las mejillas sonrojadas por el calor.

¿Lex? —preguntó sorprendida.

Me encogí de hombros, incómodo.

Solo pasaba. Para ver si no te habías matado bajando de la cama o algo.

Ella sonrió de esa forma que hacía que me doliera el pecho, como si fuera una luz chiquita que se colaba donde no debía.

Estoy bien. Gracias.

Iba a irme.
Lo juro.

Pero entonces vi, sobre la mesita, el cuaderno de bocetos abierto.

Y el dibujo.

Mi cuerpo.
Mi chaqueta.
Mi rostro... dormido, en el asiento del autobús.
Con los auriculares puestos.

Cada trazo estaba lleno de detalles.
Como si me hubiera observado por horas.
Como si... me hubiera visto de verdad.

Me quedé quieto, demasiado quieto.

Cat se dio cuenta y siguió mi mirada.

De golpe, sus mejillas se tiñeron de rojo intenso.

¡No mires! —exclamó, corriendo torpemente hacia el cuaderno para cerrarlo—. ¡Es feo! ¡Solo estaba practicando!

Yo la miré en silencio, el corazón golpeándome raro en el pecho.

Feo.

Si eso era feo, yo era el maldito Papa.

No es feo. —Mi voz salió más ronca de lo que pretendía.

Cat apretó el cuaderno contra su pecho, bajando la cabeza.

Por un segundo, no supe qué decir.

Así que hice lo que mejor sabía hacer: gruñir y fingir que no pasaba nada.

No dibujes idioteces, Flores. —dije, girándome hacia la puerta—. Te vas a gastar el lápiz en puras estupideces.

Ella soltó una risa bajita, tímida.

Tú eras la estupidez.

Me detuve en el umbral, una media sonrisa tironeándome la boca.

Ya lo sé.

Y me fui, sintiendo que, por alguna razón, había perdido una pelea que ni siquiera sabía que estaba peleando.




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