No sé cómo terminé allí.
Quizá fue pura curiosidad. O estupidez. O algo peor.
Me apoyé en el marco del pasillo, donde nadie pudiera verme, y miré hacia la pequeña sala común donde el equipo descansaba. La mayoría había salido a celebrar o a preparar las maletas para el regreso. Pero Cat... Cat estaba sola.
Ella pensaba que no la veía.
Sentada en uno de los sillones, con las piernas recogidas bajo su abrigo grueso, sacó la corona plateada de una bolsa. La sostuvo entre sus manos, como si temiera romperla, y la observó en silencio durante varios segundos.
Mi pecho se apretó sin razón.
La vi sonreír, esa sonrisa pequeña y pura que pocas veces dejaba ver.
Con cuidado, casi como si se tratara de un ritual, llevó la corona hasta su cabeza, acomodándola torpemente sobre su cabello desordenado.
La imagen me golpeó como un puñetazo.
Ahí estaba ella: mi Cat —aunque no era mía, nunca podría serlo—, sentada sola, con la corona brillante sobre la cabeza, mirándose el reflejo en una ventana empañada por el frío. Como una maldita reina en su castillo de nieve y motores oxidados.
Y ni siquiera sabía lo jodidamente hermosa que se veía.
La vi reírse sola, tapándose la boca tímidamente, como si estuviera jugando un juego privado en el que nadie más era invitado.
Algo en mi pecho se tensó aún más. Una especie de calor incómodo subió por mi cuello. Me obligué a apartar la mirada, a retroceder un paso.
Esto estaba mal. Muy mal.
No debía verla así. No debía sentir esto.
Me obligué a girarme y caminar hacia mi habitación, gruñendo para mí mismo.
Pero mientras me alejaba, no pude evitar que un pensamiento me golpeara, implacable:
Que no hubiera corona en el mundo que pudiera hacerle justicia.