Tomé aire.
Una, dos, tres veces.
Me sentía como un maldito crío de cinco años a punto de pedir permiso para ir al recreo.
Y todo por una maldita sonrisa.
Pero era su sonrisa.
Y había desaparecido.
Caminé hacia ella, sintiendo cada paso como si pisara vidrio.
Cuando estuve frente al sofá, Cat levantó la vista, parpadeando como un pequeño animal asustado.
Sujeté la botella como un idiota, sin saber qué hacer con las manos.
—Hey —gruñí. Mi voz sonó más áspera de lo que quería—. ¿Quieres... salir?
Ella me miró como si no entendiera.
Dios, qué imbécil.
Me aclaré la garganta y traté de no sonar tan bruto.
—Digo… —me rasqué la nuca—. Hace frío, pero... no sé, podríamos caminar. No hay mucha gente afuera.
—¿Caminar? —repitió ella, bajito.
Asentí.
—Sí. O quedarte aquí... —me apresuré a decir, encogiéndome de hombros como si no me importara, aunque me estaba comiendo la ansiedad por dentro—. Lo que quieras. Me da igual.
Mentira.
Me importaba.
Me importaba jodidamente demasiado.
Cat miró su cuaderno como si estuviera pensando si esconderse detrás de él o no.
Luego, lentamente, lo cerró.
—Está bien —susurró.
Está bien.
Dijo que sí.
Traté de no sonreír como un estúpido.
En vez de eso, gruñí un "Vamos" y me di la vuelta, caminando hacia la puerta.
La esperé, por supuesto.
Porque, aunque podía fingir que no me importaba, la realidad era otra.
Cuando pasó junto a mí, noté que todavía cojeaba un poco.
Solté un suspiro, bajito.
Maldito seas, Lex, pensé.
Cagarla otra vez. Es lo que quieres.
Pero esta vez me contuve.
No quería asustarla más.
Así que caminamos juntos hacia la nieve, en silencio.
Un silencio cómodo.
Un silencio que sentí que, tal vez, empezaba a curar lo que yo mismo había roto.