La bufanda le picaba un poco en el cuello, pero no se la sacó. Se la había tejido su abuela y era como llevar un pedazo de casa encima. Mientras abrazaba a sus padres por quinta vez en media hora, Vida sintió ese nudo en el pecho que no se desarma ni con las palabras más dulces.
—Mandame un mensajito cuando llegues, ¿sí? —le susurró su mamá al oído.
Ella asintió sin hablar, con la garganta cerrada.
Estaba por subirse a un avión que la llevaría a otra vida durante seis meses. A otro continente, otro idioma —aunque fuese el mismo—, otra casa, otros hábitos, otras personas. Otra ella.
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Vida Moreno tenía diecisiete años, una mente que no paraba nunca y un corazón que se le adelantaba siempre. Era bajita, de piel morena clara, ojos enormes y oscuros que absorbían todo como si el mundo fuera un poema esperando ser leído. Su pelo lacio le caía hasta la cintura como una cortina que a veces usaba para esconderse, y otras, como escudo de guerra.
Amaba escribir. Guardaba sus pensamientos más intensos en un cuaderno de tapas blandas que la acompañaba desde primero de secundaria. No era la típica adolescente popular ni la más invisible: estaba en el medio. El lugar donde se camina mucho con los ojos.
Soñaba con vivir una historia que valiera la pena recordar. No necesariamente una historia de amor, pero sí una que le hiciera vibrar el alma.
Y ese día, al subirse al avión rumbo a Madrid, creyó —sin saber por qué— que estaba por comenzar la primera página.
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El vuelo fue largo, pero no lo sintió. Escuchó música, escribió, miró por la ventanilla buscando constelaciones que solo existían en su cabeza. Al aterrizar, el aire europeo le golpeó la cara como una bienvenida tímida.
En el hall de llegadas del aeropuerto, una chica rubia de rulos desordenados y sonrisa amplia la buscaba con un cartelito que decía “Vida 💛”. Se veían por primera vez, pero la energía fue instantánea. Como si ya se conocieran de otra vida.
—¡Eres tú! —exclamó la chica, abrazándola con fuerza—. ¡Por fin llegaste!
—¿Clara? —respondió Vida, y se sintió como si dijera “hogar”.
Clara Fernández tenía un tono de voz chispeante, de los que llenan silencios con luz. Le explicó todo en el coche mientras su madre —una mujer de rostro amable y mirada algo agotada— conducía entre avenidas repletas de carteles que a Vida le parecían sacados de una película.
—Vas a dormir en mi habitación y yo me paso a la de invitados, ¿vale? Así tienes tu espacio —dijo Clara mientras comía una barrita de cereal con la mano izquierda.
—Gracias, de verdad. Es todo tan… nuevo —susurró Vida, sintiéndose un poco fuera de foco.
Al llegar a su nueva casa momentánea, la esperaba un pequeño ejército de bienvenida: los abuelos de Clara, María y Paco, estaban sentados en el sofá con un mate que Clara había intentado preparar “a la argentina”. Fallido, pero dulce.
—Encantados, cariño. Bienvenida —dijo María, emocionada—. Esta casa es también la tuya.
Paco, en cambio, apenas alzó la vista del periódico.
—Hola, niña —gruñó, seco pero no desagradable.
—No le hagas mucho caso, está mayor y no muy simpático por las mañanas —le dijo Clara al oído.
En el comedor colgaban fotos familiares. En varias se repetía el mismo rostro: un chico alto, de mirada seria y sonrisa contenida. Miguel, el hermano mayor.
—¿Y él? —preguntó Vida, señalando una de las fotos.
—Mi hermano. Miguel. Está de vacaciones con unos colegas. Vuelve en unos días… cuando le dé la gana —bromeó Clara—. Es un poco intenso. Estudia ingeniería. No te asustes si te mira raro al principio, después se le pasa.
Vida sonrió sin saber por qué. El nombre quedó flotando en su mente, como una palabra que todavía no había pronunciado del todo.
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Esa noche, ya en la habitación que ahora era suya, Vida abrió su cuaderno y escribió:
“Hoy llegué a Madrid. Clara es luz. Su familia me recibió como si ya me conocieran. Todo huele distinto, suena distinto… y sin embargo, hay algo que me hace sentir en casa. Todavía no conocí a Miguel. Pero algo en su foto me dejó un temblor raro en el estómago. Tal vez es solo el cansancio. Tal vez no.”
Cerró el cuaderno, se acurrucó bajo las sábanas y se quedó dormida mirando el reflejo de las luces madrileñas filtrarse por la ventana. No sabía que, en algún rincón del sur, una historia empezaba a escribirla a ella también.
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Editado: 22.08.2025