Varios días después de su llegada, Vida sentía que el peso del desarraigo se hacía un poco más liviano. No porque dejara de extrañar Buenos Aires, su escuela, las voces de sus amigas o las cenas en familia, sino porque en aquella casa española —con muebles que parecían haber vivido siglos, paredes que susurraban historias y voces que traían ese ritmo y acento tan característico— comenzaba a encontrar su propia melodía.
Había aprendido ya los horarios de la casa, la cadencia de los pasos sobre las tablas del suelo, los ruidos del vecindario que se colaban por la ventana abierta, el momento justo en que el sol tocaba el alféizar para incendiarlo de luz dorada. Incluso había encontrado una rutina con Clara que le permitía, por instantes, sentirse menos lejos de todo lo que había dejado atrás.
Aquella mañana la cocina estaba bañada por un aroma cálido: pan tostado y el perfume herbal de la yerba mate recién cebada. El sol entraba suave por la ventana, proyectando sombras danzantes sobre los azulejos desgastados. Paco, el abuelo paterno de Clara, la miraba con una mezcla de escepticismo y ternura, mientras Vida preparaba el mate con la solemnidad de un ritual ancestral.
—No, Paco —le explicó ella, inclinándose para acomodar la bombilla con delicadeza—. No hay que moverla. Si la movés, se lava.
Él frunció el ceño, divertido y desconfiado.
—¿Y eso quiere decir que se pierde el sabor?
—Exactamente —respondió Vida con una sonrisa—. Es como tomar un café sin café. Un sinsentido. Una traición.
Paco soltó una carcajada profunda, que resonó contra las paredes y le dio a la cocina un aire de calidez familiar.
Vida rió con él, dejándose contagiar por esa alegría sin esfuerzo. Había algo en esa risa que no era solo por el chiste o el mate, sino por ese instante compartido, ese pequeño puente que se tendía entre generaciones, entre una argentina recién llegada y un español de raíces fuertes.
—¿Y tú qué buscas aquí, chiquilla? —preguntó Paco, su voz grave y cálida, sin juicio, solo genuino interés.
Vida se quedó pensando un momento, con la mirada en la bombilla, como si en ese pequeño tubo metálico se escondiera la respuesta.
—No lo sé todavía —dijo por fin—. Creo que quiero encontrarme. Ver quién soy sin lo de siempre. Sin la escuela allá, sin mis amigas, sin las rutinas conocidas. ¿Sabes cuando sentís que necesitás un sacudón?
Paco la miró en silencio, asintiendo lentamente.
—Pues a veces hay que irse lejos para poder mirarse de verdad —dijo con esa calma sabia que solo los años dan—. Pero ya te digo algo: hay cosas de uno que no se pierden aunque te vayas al otro lado del mundo. Vos, por ejemplo, tenés luz. Y esa no se apaga fácil.
Esa frase le llegó al pecho como una brisa suave. Vida tragó saliva y le cebó otro mate a Paco, esta vez más cargado y amargo, intentando disimular el pequeño temblor que sentía por dentro.
El mate empezó a pasar de mano en mano, como un puente invisible entre ellos, uniendo la historia que traspasaba los años.
—¿Sabés por qué los gallegos tiran el pan al techo antes de comer? —preguntó Vida, con una sonrisa traviesa.
—¿Por qué, a ver?
—Para ver si está blandito… Si baja, es que se puede comer —dijo ella, aguantándose la risa.
Paco soltó una carcajada fuerte, palmando la mesa.
—¡Ese me lo guardo para la próxima comida familiar!
—En Argentina son un clásico —rió Vida—. Tenemos un repertorio interminable de chistes de gallegos. No sé por qué, pero nos encanta hacerlos. Supongo que es una forma de reírnos de nosotros mismos.
—Eso me gusta. El humor que no hiere es el mejor —dijo Paco con dulzura, tomando el mate con calma—. Pero el mejor chiste todavía no lo he contado yo. ¿Querés oírlo?
Vida asintió, encantada.
—¿Sabés qué le dijo un techo a otro?
—No, ¿qué?
—Techo de menos.
Ambos rompieron en carcajadas, con mejillas ardiendo y ojos brillantes. En ese momento, la puerta principal se abrió con un crujido familiar.
Antes de que Vida pudiera reaccionar, una figura apareció en el umbral.
Miguel.
El aire pareció cambiar de temperatura y el corazón de Vida se puso en guardia sin aviso.
Miguel estaba allí, con la mochila colgada de un hombro, el pelo despeinado por el viento y unos ojos que la miraban con una intensidad que la atravesó, como si pudiera verla desde adentro.
Paco se levantó rápidamente.
—¡Mira quién ha vuelto! —exclamó, abrazándolo con fuerza—. El explorador. ¿Qué tal el viaje?
—Largo, pero bien —respondió Miguel, aunque sus ojos seguían fijos en Vida, con una mezcla difícil de descifrar, como si buscaran entender qué lugar ocupaba ella allí.
En ese instante, bajando corriendo las escaleras, apareció Clara. Su pelo suelto rebotaba con cada salto, y su voz luminosa llenó la cocina.
—¡Te echamos de menos, hermanito! —dijo, abrazando a Miguel con entusiasmo.
Él rió, le despeinó el flequillo y volvió a mirar a Vida. Esa mirada no era un acto reflejo ni casual. Era una conexión que retumbaba en silencio, llena de preguntas no formuladas.
Los cuatro se sentaron alrededor de la mesa, entre mates nuevos, bromas antiguas y risas que se colaban sin esfuerzo.
Clara y Vida hablaban con complicidad, interrumpiéndose y compartiendo guiños, mientras Paco hacía comentarios al margen y Miguel parecía estar en otra, aunque no dejaba de sonreír.
Vida lo miraba de reojo, notando cómo sus manos jugaban con la taza, cómo sus ojos se iluminaban con cada palabra suya. Y aunque se repetía que no había venido para eso, no podía negar que algo en esa mirada le hacía sentir que, por primera vez, no estaba tan perdida.
Más tarde, en la quietud de su habitación, sin encender la luz, Vida se sentó en la cama y abrió su cuaderno de tapas duras.
Con la respiración pausada y una sonrisa que le nacía sin querer, comenzó a escribir:
"Hoy lo conocí. A él. Miguel. Tiene los ojos más intensos que vi en mi vida. Como si me mirara desde adentro, como si supiera quién soy, antes de que yo misma lo supiera. Me desarmó un poco. Me miró con esa mezcla de calma y tormenta que da vértigo. No quiero ilusionarme. No vine para eso. Pero tampoco puedo ignorarlo."
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Editado: 22.08.2025