A destiempo

Capítulo 4: Entre roces y silencios

Los días caían lentos, como hojas que se posan suavemente sobre el suelo. Había en el aire una electricidad muda, una tensión silenciosa que pendía entre Vida y yo sin que nadie la nombrara, pero que se hacía tangible en cada encuentro, en cada mirada que se escapaba, en cada silencio compartido. Era un hilo invisible, delgado y fuerte, que nos unía sin que pudiéramos decidirlo. Sin que nos atrevamos a nombrarlo. Pero estaba ahí. Siempre.

Aquella mañana el pasillo estaba en penumbras, bañado apenas por la luz gris del amanecer que se colaba por las ventanas. El aire era fresco, un poco húmedo, con el olor dulce y terroso de la madera mojada. Fui a buscar una remera limpia, con el paso cansado de quien aún no quiere empezar el día, cuando la puerta del baño se abrió de golpe. El sonido resonó en el silencio quieto de la casa, y un viento leve hizo bailar las cortinas en la galería.

Ella apareció, Vida, con el cabello todavía húmedo, sus ondas cayendo desordenadas pero perfectas sobre sus hombros. El uniforme del colegio arrugado, la corbata azul suelta y olvidada, y esas medias blancas que subían hasta la rodilla como una marca dulce de su juventud. Su piel aún tenía el calor tibio del sueño, y un leve rubor coloreaba sus mejillas. El vapor del baño se desvanecía a su alrededor, creando una atmósfera casi irreal.

Nos cruzamos, sin preverlo. Ni ella ni yo dijimos nada en ese instante. El silencio se volvió denso y a la vez liviano, como si el aire mismo se contuviera. El pasillo era un espacio pequeño, un corredor estrecho entre las paredes que parecían cerrarse y abrirse a la vez, concentrando toda la energía en ese cruce fugaz.

Al pasar, nuestros cuerpos rozaron apenas. Un roce fugaz, mínimo, casi imperceptible, pero que prendió en mí una chispa profunda, un temblor eléctrico que me atravesó como una descarga. Fue un contacto tan leve que podría haber sido un accidente, pero en mi piel explotó como un relámpago. Sentí que el mundo se fracturaba en ese instante, que el tiempo se hacía denso y lento, que el pulso de mi sangre era un tambor que retumbaba en mis oídos.

Sentí un escalofrío que subía por el brazo, se alojaba en la piel y me erizaba el vello, dejando una sensación extraña, tibia y punzante al mismo tiempo. Era como si un fuego invisible recorriera cada centímetro de mi cuerpo, quemando y congelando a la vez. Mis dedos quedaron entumecidos, como si un hilo eléctrico me hubiera tocado y luego desaparecido.

Ella bajó la mirada rápido, el rostro encendido, como si quisiera esconder el fuego que se acababa de encender entre nosotros. Pude ver cómo sus pestañas temblaban un instante, y su pecho subía y bajaba con un ritmo acelerado que parecía coincidir con el mío. Era una imagen frágil, hermosa, llena de una vulnerabilidad que no se había mostrado antes.

Yo me quedé quieto, el corazón golpeando fuerte, la respiración acelerada, intentando entender ese instante que me había sacudido sin aviso. Quería hablar, romper ese silencio, decir cualquier cosa que me hiciera sentir menos fuera de lugar, pero las palabras se ahogaron en mi garganta.

—Hola —dijo, la voz casi un susurro, quebrada por la misma emoción que me sacudía a mí. Su voz era un hilo delicado, una caricia sutil que se colaba en mis oídos y hacía vibrar algo profundo.

—Hola —respondí, más grave, con un dejo ronco que no esperaba tener. Sentí que mi voz traicionaba la calma que intentaba fingir.

Nos miramos de reojo, sin palabras, atrapados en un silencio que gritaba más que cualquier diálogo. Era un silencio lleno de preguntas no hechas, de deseos contenidos, de miedos sin forma. En sus ojos negros vi un fuego tranquilo, profundo, intenso. Un misterio que me descolocaba, que me hacía sentir expuesto y pequeño a la vez. Eran ojos que no solo me veían, sino que parecían traspasarme, descubrir rincones que ni siquiera yo conocía.

El tiempo pareció comprimirse. El pasillo se estrechó y se alargó infinitamente en ese choque silencioso. Era como estar suspendido en una burbuja donde solo existíamos ella y yo, el roce invisible, el latido acelerado.

No era sólo que Vida fuera hermosa —lo era— sino que estaba ahí, tangible y real, como si el mundo entero se redujera a ese instante suspendido, a ese roce que ardía en la piel.

Y sin embargo, el golpe de realidad llegó con fuerza al pecho: tenía la edad de Clara, la edad de mi hermana menor. Esa verdad me golpeó como un muro frío que me devolvió a la tierra. Un aviso claro, un límite infranqueable.

Una campana sonó dentro de mí, advirtiéndome que ese fuego no debía ser. Que el vértigo que sentía no tenía lugar en ese pasillo, ni en esa casa. Que ese roce, esa chispa, era solo una ilusión, un juego de sentidos que el tiempo borraría.

Tragué saliva con dificultad, sintiendo que el calor subía desde el pecho hasta la nuca, un sudor frío que me empapaba la espalda. Me sentí torpe, vulnerable, atrapado en una paradoja que no sabía cómo resolver.

Me aparté lentamente, con la garganta seca, el corazón desbocado. El movimiento fue tan lento que parecía deshacer ese instante, como si pudiera borrar el contacto con solo alejarme un poco.

Me refugié rápido en el baño, cerrando la puerta tras de mí, tratando de apagar el incendio que ardía en mis entrañas. El frío del azulejo contra mi espalda no alcanzaba a calmar el ardor que sentía por dentro.

Respiré hondo, intentando atrapar el aliento que me había huido, intentando que la calma regresara a cada fibra de mi cuerpo.

Vida era luz, sí. Risa que llenaba la casa. Calor y frescura a la vez. La manera en que llenaba el aire, como un perfume tenue que no se olvida. Una presencia que sacudía el orden de las cosas, que despertaba una parte dormida en mí.

Pero también era un mundo al que no podía, ni debía, pertenecer. Una línea invisible que no debía cruzar, un deseo que debía apagar.

Y sin embargo, esa chispa había prendido. Y no había marcha atrás.




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