Madrid me abrazaba de a poco. No era un flechazo, sino un cariño que crecía día a día, como cuando encontrás una melodía que no entendés pero no podés dejar de tararear. La ciudad era un latido constante, vibrante y caótico, dulce a su modo indescifrable. Pero más allá de sus calles, sus luces y su ruido, lo que realmente me hacía sonreír al despertar eran ellos. Clara, especialmente, se había convertido en ese tipo de personas que parecen que siempre estuvieron en tu vida, aunque apenas hayan pasado unas semanas. Nos hicimos inseparables desde el primer desayuno. Nos entendíamos sin hablar, y cuando hablábamos, parecía que no alcanzaran las horas para contar todo.
Clara me presentó a su grupo de amigos: Javier, Franco e Inés. Todos distintos, pero igual de cálidos, curiosos y generosos conmigo. Me hicieron sentir parte sin que tuviera que pedirlo, sin que fuera una obligación. Como si fuera natural que yo estuviera ahí.
Esa tarde de sábado, estábamos en el salón de la casa. La luz del sol entraba a través del enorme ventanal y se derramaba sobre el piso de madera, cubriendo todo con un calor dorado que hacía que el ambiente se sintiera como un refugio. La música suave sonaba de fondo, y las risas brotaban sin esfuerzo.
—¿Y eso? —preguntó Franco, señalando con los ojos el mate que sostenía entre mis manos.
—Mate —respondí con una sonrisa—. Una costumbre sagrada en mi país. Es un ritual, una forma de compartir el momento.
Javier se acercó con evidente curiosidad, inclinando la cabeza como si el mate fuera un objeto extraño, casi mágico.
—¿Se toma caliente? ¿Eso no quema la lengua? —preguntó entre risas, el brillo de la intriga dibujado en sus ojos.
—¡Claro que se toma caliente! Sino no es mate —repliqué, y me acerqué para cebarle uno, con los movimientos que ya eran instintivos.
Javier tomó el mate con ambas manos, como si estuviera sosteniendo un tesoro. Apoyó la bombilla y aspiró con tanta fuerza que el ruido estalló en la habitación, un estruendo que hizo que todos soltáramos una carcajada instantánea.
—¡Dios, qué ruidoso! —exclamó Inés, tapándose la boca para no reírse a carcajadas.
—¡Ay, por favor! —agregó Clara, entre risas—. ¡Parece un camión cisterna vaciando agua!
—¿Tiene alguna técnica especial? —preguntó Javier, fingiendo seriedad.
—Sí. Lo primero es no hacer ruido al tomarlo. Es una regla de oro —dijo Vida, con una sonrisa pícara.
—Uy… entonces estoy condenado —dijo Javier, volviendo a aspirar fuerte y provocando otro sonido que los hizo estallar de nuevo.
—¡Eso! ¡Eso no se hace! —gritó Clara, entre risas, dándole un codazo suave.
—Te juro que lo intento, pero esto tiene vida propia —respondió él, mirándola a Vida como si ella guardara el secreto del universo.
No podía parar de reírme. Me dolía la panza, y mis ojos se llenaban de lágrimas por la risa. Javier también se reía, avergonzado pero divertido. Estábamos todos muy cerca, sentados en el suelo, rodeados de almohadones. Javier estaba a mi lado. En algún momento, nuestras piernas se rozaron por la cercanía. Fue un contacto tan mínimo que apenas me di cuenta, pero ese roce me hizo reír más tímidamente, como si una corriente pequeña pero eléctrica me hubiera atravesado.
—Esto es peor que aprender a usar palillos —bromeó él, con una sonrisa cómplice.
—Te falta práctica —le respondí, divertida.
Entonces, escuché la puerta abrirse. El ruido fue seco, distinto. Una sombra se recortó en el umbral. Levanté la vista, aún con la sonrisa en el rostro... y lo vi. Miguel.
Estaba apoyado en el marco de la puerta, el cuerpo relajado pero imponente, como si el tiempo se hubiera detenido solo para congelar ese momento. Su expresión era difícil de descifrar, mezcla de distancia y atención contenida. No había celos, ni indiferencia, sino algo indefinible, algo intenso que no quería decirse con palabras.
El aire pareció espesarse al instante, como si la risa, el ruido y la luz hubieran perdido fuerza. La habitación se volvió más pequeña y silenciosa, y sentí cómo el corazón me latía con fuerza, como si quisiera escaparse.
Nuestros ojos se cruzaron y por un instante no existió nadie más. No estaba Clara ni Javier. No había mates ni almohadones, ni siquiera el sol entrando por la ventana. Solo Miguel y yo, en una tensión muda, cargada, que quemaba la piel.
Sentí mi respiración hacerse lenta, cada inhalación profunda y pausada, tratando de calmar la tormenta que se agitaba adentro. Sentí cómo el aire frío entraba en mis pulmones y luego salía con un suspiro contenido, como si el cuerpo tratara de absorber esa energía extraña y luego liberarla sin romper el instante.
Miguel no parpadeaba, pero su mirada tenía un brillo especial, una mezcla de interrogación y algo parecido a la fascinación. Fue una mirada que no buscaba nada y, sin embargo, lo decía todo.
Por un segundo, mi cuerpo se tensó. Sentí cómo cada fibra se ponía alerta, cómo una corriente recorrió mi espina dorsal, como si un invisible fuego me rozara por dentro. Mis dedos se cerraron con suavidad alrededor del mate, y por un momento tuve la sensación de que podía sentir la temperatura del metal a través de la bombilla.
Javier, demasiado cerca, me sonrió sin darse cuenta de la intensidad que se estaba desplegando detrás de mí. Inés seguía riendo en un rincón, y Franco conversaba en voz baja con Clara, pero yo estaba atrapada en esa mirada.
Miguel levantó una ceja, esbozó una sonrisa leve, casi imperceptible, y se alejó por el pasillo sin pronunciar palabra. Dejó detrás una especie de vacío eléctrico que permaneció flotando en el aire.
Respiré hondo y bajé la mirada. No podía entender qué pasaba, pero lo sentía en cada latido, en cada centímetro de piel. Con él cerca, algo en mí se desordenaba, algo que no sabía si quería entender o esconder.
Clara, que parecía notar todo sin necesidad de palabras, se levantó y fue a saludar a su hermano.
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Editado: 22.08.2025