A destiempo

Capítulo 6 – Lo que no sé nombrar

Miguel llegó a casa un poco más temprano de lo habitual. El día había sido largo: clases, un trabajo práctico que parecía no tener fin y un cansancio que ni un café le quitaba. Pero en cuanto cruzó la puerta, algo lo hizo frenar.

Desde la cocina llegaban risas suaves, un murmullo familiar. La voz de Paco, inconfundible. Y la de ella. Vida.

Dejó la mochila en el perchero y se apoyó sin hacer ruido en el marco de la puerta. Paco estaba sentado, relajado en su sillón, tomando mate con esa naturalidad que Miguel aún admiraba. Vida le contaba alguna anécdota argentina, gesticulando con entusiasmo.

—Te juro, Paco, que allí los autobuses no paran si no les haces señas. Tienes que salir prácticamente al medio de la calle o te pasan de largo —decía, riendo.

Paco soltaba una carcajada. Vida le cebaba el mate con ese ritual sagrado que ya se había contagiado en la casa. Clara había salido con la abuela María al mercado. Ellos dos estaban solos. Hasta ahora.

—¿Interrumpo? —preguntó Miguel, entrando con cuidado.

Vida levantó la vista. Su sonrisa se relajó un poco, pero no desapareció. Miguel notó cómo, sin querer, le temblaban las manos mientras giraba la bombilla del mate con delicadeza.

—Para nada, hijo. Justo esta chavala me está enseñando cómo sobrevivir en Buenos Aires —dijo Paco, pasándole el mate a Miguel con una sonrisa cómplice.

Miguel se sentó al otro lado de la mesa. Vida bajó la mirada un instante, como si necesitara recomponerse. Miguel intentó actuar natural, pero le era imposible: la forma en que hablaba, cómo gesticulaba, la luz en sus ojos… todo lo tenía hipnotizado.

—¿Y tú? —le preguntó ella de repente—. ¿Alguna vez has estado en Argentina?

—No… pero me encantaría —respondió, sorprendido de la fluidez con la que salió—. No dije “algún día” ni “quizá”. Lo dije como si quisiera compartir ese lugar con ella.

Hablaron un rato más. De comidas, expresiones raras, diferencias entre acentos. Miguel se encontró riendo, relajado, incluso olvidando que no debería sentirse así. Pero no podía evitarlo. Cuando Vida se entusiasmaba, parecía que todo giraba alrededor de su voz.

Paco los miró desde su sillón, con una sonrisa cansada pero divertida.

—Voy a ver las noticias, que tanta juventud me deja agotado —bromeó, dándole un guiño a Vida—. Seguid vosotros, que este chaval necesita mundo.

Miguel se quedó en silencio mientras Paco se retiraba. El aire cambió. Más denso. Más real.

Vida tomó el termo entre las manos como si necesitara aferrarse a algo. Se la veía nerviosa, pero no incómoda. Había una electricidad suave entre ellos. Una pausa compartida.

—Eres la primera persona que le hace reír así desde hace mucho —dijo Miguel, con voz baja, casi una confesión.

—Él me hace sentir que formo parte de algo… aunque esté lejos de casa —respondió Vida, bajando la mirada.

Él la miró. Largo. Fijo. Y supo que quería seguir ahí, que no quería que la charla terminara. Que estar con ella lo hacía olvidar todo lo que no estaba listo para sentir.

Y al mismo tiempo, le daba más miedo que cualquier otra cosa.

Miguel la observó mientras se acomodaba en la silla. El mate aún estaba caliente. Vida jugaba con el borde de la bombilla con los dedos, distraída, mientras lo escuchaba.

—Entonces, ¿dices que en Buenos Aires no se saludan con dos besos? —preguntó él, fingiendo sorpresa.

Ella sonrió, levantando la vista.

—No, uno solo. Y algunos ni eso… depende mucho del barrio, de la confianza, ¿sabes?

El abuelo Paco ya se había retirado al sillón, con paso lento pero firme.

—Debe ser raro estar tan lejos de casa —murmuró Miguel.

—Un poco, sí —respondió Vida, bajando la voz—. Pero también se siente bonito. Como si este lugar… me estuviera esperando.

Miguel sintió una punzada en el pecho. No sabía que le pasada todavía. Pero era algo peligroso, brillante y suave a la vez. Un deseo nuevo, extraño, que lo hacía sentirse vivo y culpable al mismo tiempo.

La miró. El sol entraba por la ventana y le doraba el pelo. Tenía las piernas cruzadas en el banco de la cocina, una camiseta blanca y una falda azul que parecía parte del uniforme. Tenía diecisiete años. Y eso, se repetía Miguel, era una línea que no debía tocar.

Pero tampoco quería irse.

—¿Y qué es lo que más echas de menos de allá? —preguntó, buscando la excusa perfecta para seguir conversando.

—A mi perro… y a mi madre cuando se ríe fuerte. Aunque no me lo diga, sé que me extraña —sus ojos se humedecieron apenas—. Pero estoy bien. Clara me cuida mucho. Me siento… en casa.

Miguel sintió algo apretarse en el pecho. No sabía cómo aquella chica de mirada honesta y voz temblorosa había conseguido meterse en su mundo tan rápido. Ni por qué tenía tantas ganas de quedarse ahí, frente a ella, aunque no dijeran nada más.

—¿Te pasa algo? —preguntó Vida, notando su silencio.

Él sonrió, bajando la vista.

—No. Solo estoy… contento de que estés bien aquí —hizo una pausa—. Y de que hayas venido.

Los ojos de Vida brillaron, pero no respondió. Se quedaron mirándose, como si ambos supieran que había algo en el aire que ninguno debía nombrar.

Entonces Miguel se levantó, lo justo y necesario.

—Voy a ver si el abuelo no se ha dormido en el sillón —se estiró el cuello—. ¿Quieres seguir charlando después?

Vida asintió, suave.

—Sí. Me encantaría.

Y Miguel se fue con la sensación de estar caminando sobre una cuerda muy fina, sabiendo que, si se dejaba llevar por el deseo, todo podría romperse. Pero también sabiendo que había algo en ella… que ya lo estaba cambiando.

Volví de ver al abuelo y me detuve en el umbral de la cocina. Ella estaba de espaldas, junto a la mesa, cebando un mate con una delicadeza casi ceremonial. Tarareaba bajito una melodía que no reconocí, pero que se me grabó al instante. El sol de la tarde entraba por la ventana y le pintaba la piel de dorado. No hacía nada especial, y sin embargo, no podía dejar de mirarla.




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