A destiempo

Capítulo 7 — El peligro de lo que no se dice

Desde que Miguel se sentó con nosotros en la mesa y el abuelo Paco se levantó dejándonos a solas, sentí que algo se encendía. Como si el aire se volviera más denso, más lento. Como si cada palabra que saliera de mi boca tuviera un doble significado, aunque yo no quisiera. Porque no quería. O al menos eso me repetía.

Y sin embargo, ahí estaba. Esa noche, después de los mates compartidos y las charlas sobre Argentina, no pude dejar de pensar en su forma de escucharme. No solo me oía. Me escuchaba. Como si cada cosa que yo decía, hasta la más tonta, tuviera sentido para él. Como si fuera importante.

Él tenía esos ojos grises, duros como acero bruñido, pero no eran fríos. Al contrario. Me envolvían. Me leían. Y yo, cada vez más, me encontraba buscándolos, queriendo esa atención que, aunque fugaz, me dejaba marcada, como un roce en la piel desnuda.

No había venido a España para enamorarme. Vine a cambiar de aire, a crecer, a encontrarme. Pero la presencia de Miguel empezó a torcer esa idea, como el viento que cambia la dirección de las velas cuando menos te lo esperas.

Y no era solo que fuera atractivo —porque lo era, y mucho—. Era algo más. Algo que se colaba entre los gestos y las palabras, que no se podía nombrar sin romper la magia. Solo lo entendíamos él y yo cuando nuestras miradas se cruzaban. Cuando ninguno decía nada, pero todo se decía.

Ese día, pasamos un rato largo cebando mate mientras el abuelo dormía la siesta. Hablamos poco, pero su silencio me hablaba más que muchas conversaciones que tuve en mi vida. A veces sentía su mirada fija en mí. Y cuando lo miraba, bajaba la vista rápido, como una adolescente que se sabe descubierta.

Me estaba pasando algo.

Aunque trataba de negarlo, cada vez me costaba más.

Los días avanzaban y me sentía más arraigada a este lugar. A esta casa. A esta gente. Clara era ya una hermana, una confidente, una cómplice. Inés, chispeante, con su risa contagiosa que llenaba todos los espacios. Y los amigos de ellas me habían adoptado sin esfuerzo, haciéndome sentir parte de un grupo que no quería cambiarme, sino descubrirme.

Ese sábado por la tarde, las chicas organizaron una salida. A mí no me entusiasmaba demasiado. Nunca fui amante de las fiestas. Pero Clara insistió. Inés también. Y entre las dos me acorralaron con maquillaje, ropa y entusiasmo.

—Esta noche sos española, Vida. Nada de esconderte detrás del flequillo —bromeó Clara, revolviendo mi placard.

—Vas a ser la bomba. Y ni se te ocurra usar esos vestidos hippies de siempre —agregó Inés, empujándome hacia la cama con varias opciones.

Me reí. Cedí. Sabía que no tenía escapatoria.

Terminé poniéndome algo más atrevido que lo habitual. Una blusa ajustada con un leve escote, una falda corta negra y unas botas que me hacían sentir dos centímetros más alta, pero también más expuesta. Me miré al espejo y no me reconocí del todo. Pero tampoco me desagradó lo que vi.

Miguel no dijo nada en todo ese rato. Me imaginé que estaría harto de tanto alboroto, pero cuando salimos del baño riéndonos por el desastre del delineador de Inés, noté que su puerta estaba apenas un poco abierta. Como si escuchara… como si esperara.

Estábamos por salir. Las chicas ya estaban listas en la entrada, revisando carteras y debatiendo si llevar o no abrigo. Yo volví corriendo a mi cuarto porque había olvidado el móvil. Y entonces pasó.

Salí con el pulso acelerado, la respiración un poco entrecortada. El suelo crujía bajo mis pasos y un aroma a café recién hecho flotaba desde la cocina, mezclándose con el frescor del aire que entraba por la ventana entreabierta. Y entonces, sin aviso, chocamos.

Fue un choque que no solo estremeció la punta de mis dedos ni el roce fugaz de nuestros cuerpos, sino que sacudió todo el aire a nuestro alrededor. Como si el tiempo se hubiera detenido para contener ese instante, delicado y violento a la vez.

Él estaba allí, en el umbral, una silueta recortada por la luz dorada que se colaba desde el pasillo. La botella de agua brillaba en su mano, reflejando destellos como un pequeño espejo roto. El olor fresco y suave de su colonia, con notas amaderadas y un dejo a menta, llegó a mí en ráfaga, acelerando mi corazón aún más.

El roce de su cuerpo contra el mío fue una chispa eléctrica recorriendo la piel, un estremecimiento cálido que subió desde la punta de mis dedos hasta la nuca, dejando un rastro invisible que ardía en silencio. Sentí el calor de su pecho cerca, la vibración sutil de su respiración contenida. Por un segundo, el mundo entero se redujo a ese contacto.

El tiempo se volvió denso, pegajoso, como si cada latido retumbara dentro de una caverna sagrada. En sus ojos grises, fríos y profundos como acero bruñido, vi una tormenta contenida que me atravesó. No era solo una mirada: era un mensaje sin palabras, una caricia invisible, un fuego helado que quemaba sin consumir.

Su boca se abrió apenas, exhalando un suspiro suspendido en el aire. Su voz, baja y ronca, rozó mis oídos como un eco distante y prometedor.

—Estás... —empezó a decir, y su voz tembló con una fragilidad que casi me hizo temblar a mí también.

—¿Qué? —pregunté, intentando que mi voz sonara firme, aunque mi cuerpo vibraba con cada segundo.

Él bajó la mirada, dejando caer el peso de sus palabras no dichas.

—Nada —murmuró, pero sus ojos seguían buscándome, prendidos a mí con fuerza invisible.

Un torbellino me atravesó. Sentí el sabor metálico de la sangre en la boca, el cosquilleo frío del miedo mezclado con un deseo que se encendía con cada segundo. Quise retroceder y avanzar al mismo tiempo. Quise quedarme y desaparecer. Quise que me tocara y que me dejara ir. Fue un huracán silencioso, una tormenta sin trueno que arrasaba mi cuerpo y mente.

—Me voy —dije finalmente, dejando que las palabras rompieran el hechizo, aunque cada sílaba fuera un temblor, un intento de protegernos.




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