A destiempo

Capítulo 8: La mañana después

Miguel revolvía distraídamente el café con leche en su taza, sentado en un rincón de la gran mesa de la cocina, como si ese simple movimiento del cucharón rozando la cerámica pudiera borrar la imagen que no dejaba de acecharlo desde que abrió los ojos.

Vida.

Allí estaba, en la puerta de su cuarto.

Con ese vestido negro, sencillo, que parecía absorber la luz y devolverla en destellos oscuros.

Con esa mirada que lo atravesaba.

El crujido seco de la tostada al partirla le sobresaltó más de lo que quería admitir. Fue como un ruido abrupto que lo devolvía a la realidad, pero apenas. Porque la imagen seguía viva en su mente, prendida con fuerza.

La cocina estaba llena de aromas cálidos, de esos que hablan de hogar y mañanas lentas. El pan recién tostado, aún humeante, desprendía ese olor dulce y crocante, como promesa de calor y saciedad. El perfume a yerba mojada flotaba en el aire, mezclándose con el toque sutil de lavanda que la abuela María había impregnado en su delantal, una especie de escudo fragante contra el paso del tiempo. En la radio, la voz grave del locutor se entretejía con melodías lejanas y familiares, llenando los silencios con una compañía tenue.

Su madre, con movimientos firmes pero suaves, removía los huevos con perejil que chisporroteaban en la sartén. Clara, sentada en una silla baja, untaba con manos ágiles dulce de leche sobre una torre interminable de tostadas, esparciendo la dulzura como quien reparte felicidad.

Y en medio de todo eso, Vida.

Sentada al otro lado de la mesa, con el pelo recogido en un rodete desprolijo, sin una gota de maquillaje, envuelta en un buzo que le quedaba enorme, de Clara. Sus risas, ligeras y sinceras, se mezclaban con las de la abuela, que se reía de cómo Vida luchaba contra la tostadora eléctrica.

Esa era Vida.

Tan distinta a la imagen que lo había descolocado anoche.

Y, sin embargo, igual de hermosa.

No era solo el vestido, ni los labios rojos que lo habían desarmado. Era algo más profundo, intangible, casi imposible de nombrar.

Era esa manera que ella tenía de estar en el mundo, como si cada instante fuera único, como si todo pudiera sorprenderla aún, como si mereciera su atención.

Había en ella una autenticidad que lo desarmaba, que le sacudía la calma, que le hacía dudar de sus propios pensamientos.

—¿Dormiste bien? —preguntó la abuela María, con la voz cálida y acostumbrada a las mañanas tranquilas.

Miguel levantó la vista justo cuando Vida también lo miraba desde el otro lado de la mesa.

—Sí —respondió, con una voz que sonó más firme de lo que se sentía—. ¿Y vosotras? ¿A qué hora llegasteis?

—Tardísimo —rió Clara, dejando caer la palabra con una mezcla de orgullo y cansancio—. Vida no quería, pero Inés la convenció. Y cuando se quiso acordar, ya estaba bailando con todos.

Vida rodó los ojos, soltando una risa suave que llenó el espacio.

—¡Eso es una exageración! Bailé dos temas y luego me senté a tomar agua.

—Pero lo hiciste, que es lo importante —replicó Clara, guiñándole un ojo.

Miguel trató de concentrarse en su tostada, en ese olor a pan caliente que parecía absorberse en sus dedos, pero la imagen de Vida apareció con fuerza otra vez.

El momento exacto en el que ella apareció en el pasillo, buscando algo en la habitación.

Él acababa de salir del baño, con la toalla todavía en el hombro, cuando la vio. Esa figura envuelta en el vestido negro, con la piel iluminada por la luz tenue del pasillo.

Vida también se detuvo, como si no esperara encontrárselo allí.

Como si la tensión que él sentía desde hacía días hubiera tomado forma y se hubiera hecho tangible.

Su voz tembló cuando quiso decirle que estaba hermosa, pero se detuvo a medio camino.

Ella, como si supiera que no podían quedarse más tiempo en ese instante, se fue sin mirar atrás.

Él no se movió. Se quedó apoyado contra la pared, con el corazón martillando en la garganta y la certeza nítida y punzante: estaba jodido.

—¿Y tú qué hiciste anoche? —le preguntó su madre desde la cocina, tirándolo de sus pensamientos.

—Nada especial —respondió, tratando de sonar casual—. Leí un rato, luego me dormí.

—¡Ala! —dijo el abuelo Paco, entrando con paso lento, apoyado en su bastón—. En mis tiempos, un sábado por la noche se salía a buscar problemas, no libros.

Todos rieron.

—¿Y tú, María? —siguió el abuelo, acomodándose en la cabecera de la mesa—. ¿Sigues sin dejarme poner sal en el tomate?

—Si quieres vivir un par de años más, sí.

—Entonces dame más mate, por lo menos.

Vida se levantó para cebarle uno. Al agacharse para acercarle la bombilla al abuelo, Miguel no pudo evitar que su mirada se deslizara por la curva suave del cuello de ella, por un mechón rebelde que se había escapado del rodete y le caía justo detrás de la oreja.

Apretó los labios y desvió la vista. Pero no le alcanzaba con fingir indiferencia. Su cuerpo entero estaba en estado de alerta desde anoche.

—Gracias, mi niña —dijo Paco con una sonrisa cómplice—. Tú sí que sabés cebar como Dios manda.

Vida rió, dulce.

—Me entrenaron a mate desde chica. En casa no se perdona el mate mal hecho.

Miguel se apoyó en el respaldo de la silla y observó cómo ella se movía entre todos, ya completamente integrada.

Se veía a gusto, cómoda, como si siempre hubiera pertenecido a ese lugar.

Y él no podía evitar imaginarla en ese mismo desayuno cada domingo.

Con ese mismo buzo gigante.

Sonriendo.

Era absurdo.

Porque ella tenía dieciséis años.

Porque había venido solo por unos meses.

Porque él no debería estar pensando en eso.

Pero lo hacía igual.

Cuando estaban terminando de desayunar, Clara le dijo:

—Vamos a la plaza con las chicas. ¿Vienes?

—Paso —respondió Vida—. Me quedo a ayudar a tu mamá con lo del almuerzo.

Miguel se levantó también.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.