A destiempo

Capítulo 9 – Que no se caiga lo que empieza a nacer

El día del cumpleaños de Clara amaneció cálido y lleno de promesas. Desde temprano, la casa se transformó en un vaivén de pasos, risas y preparativos. Paco sacó mesas plegables del galpón. María cocinaba con la radio de fondo, tarareando boleros. Miguel iba y venía con cajas de luces y bebidas. Y Vida… Vida estaba en todos lados. Con el pelo recogido en un rodete desprolijo, una remera vieja manchada de pintura y una sonrisa luminosa que no se le caía de la cara.

Había aceptado, sin que nadie lo pidiera, ser parte de todo. Como si hubiera encontrado, sin darse cuenta, una nueva forma de pertenecer.

—Che, ¿esta guirnalda va derecha? —preguntó desde arriba de la escalera, estirando los brazos para engancharla entre dos clavos que colgaban del alero.

—Si te referís a la que cuelga como la Torre de Pisa, no —contestó Clara entre risas, sacándole una foto con el celular.

Vida soltó una carcajada ligera, de esas que parecen acariciar el aire y dejarlo impregnado de una alegría dulce. Subió un peldaño más de la escalera, la falda moviéndose apenas con el gesto, dejando que la tela rozara el borde áspero de su piel. Se estiró hasta sentir cómo los músculos de su espalda y de sus piernas se tensaban, buscando enganchar la guirnalda en el punto exacto. El metal crujió bajo sus pies, apenas, y las baldosas flojas del patio dejaron escapar un sonido seco, como un aviso que nadie escuchó.

Un desplazamiento mínimo. Un latido. El equilibrio que se resquebraja.

El mundo se inclinó bajo ella. El aire se volvió denso, pesado, como si la gravedad quisiera reclamarla de golpe. El estómago se le encogió en un nudo, los dedos se aferraron al vacío… y entonces, cuando la certeza de la caída ya la había tocado, todo cambió.

No hubo impacto.

Hubo brazos.

Unas manos fuertes la atraparon por la cintura con una precisión instintiva, un tirón firme que la arrancó de ese instante de vértigo y la devolvió al calor. La sintió contra un cuerpo sólido, caliente, que respiraba hondo contra su espalda. Un latido ajeno, potente, se mezcló con el suyo, y por un momento no supo de quién era el corazón que golpeaba tan fuerte.

Abrió los ojos.

Miguel estaba ahí, tan cerca que sus pestañas parecían casi rozar las suyas. La mirada gris, fija, imposible de apartar, le desnudaba cada pensamiento sin permiso. El aliento de él, cálido, le acariciaba la mejilla, y el olor a jabón mezclado con un leve toque de madera y piel la envolvía como algo familiar y peligroso a la vez.

—¿Estás bien? —preguntó él, con la voz grave, baja, como si no quisiera romper el hechizo.

Ella intentó asentir, pero el gesto fue más lento de lo que debería, como si su propio cuerpo se negara a salir de ese abrazo. Las manos de él no cedían, la sostenían con una seguridad que le erizaba la piel, pero al mismo tiempo con una delicadeza que la hacía sentir preciosa, intocable. Y sin embargo, lo que más la turbaba era que no quería que la soltara.

Él tampoco se movía. La tenía ahí, tan cerca que podía sentir el calor que desprendía su piel incluso a través de la ropa. El aroma fresco de ella, con ese fondo cítrico, se mezclaba con algo que no era perfume, sino pura Vida, y lo estaba enloqueciendo.

Los ojos de ella, abiertos de par en par, brillaban como si guardaran un incendio. Ninguno hablaba. Ninguno apartaba la mirada. Todo lo demás se había borrado: las risas lejanas del patio, el golpeteo de vasos en la cocina, incluso el murmullo de la radio que alguien había dejado encendida. Solo quedaba el latido y el calor.

—Gracias… —murmuró ella al fin, y su voz era tan baja que él casi la sintió más que la escuchó. Un temblor le recorrió el cuello al pronunciarlo, como si la palabra hubiera nacido desde el pecho.

Miguel bajó un instante la mirada a sus labios, notando el leve movimiento que hacían al respirar, y una punzada le atravesó la boca del estómago. Un impulso le tensó los dedos contra su cintura. Sabía que solo necesitaba inclinarse un poco para sentir el sabor de esa voz. Tragó saliva. Se obligó a sostener la distancia, aunque el cuerpo le pedía lo contrario.

—Siempre voy a estar para no dejarte caer, Vida —dijo, y la frase salió más baja, más lenta, más cargada de lo que había planeado.

Ella parpadeó, pero no apartó la mirada. Algo en su respiración cambió, como si las palabras le hubieran tocado un lugar que no sabía que estaba expuesto. El silencio que siguió fue espeso, lleno de algo que ninguno quería nombrar pero ambos sentían arder.

Miguel la bajó despacio, sin soltarla del todo hasta que sus pies tocaron el suelo. Fue como desprenderse de algo que no se quería dejar ir. Ella retrocedió apenas, y ese centímetro fue suficiente para que el aire volviera, para que el ruido del patio regresara como un eco lejano que se acercaba.

Pero el momento ya estaba marcado. Lo evidente ya no podía deshacerse.

El silencio que siguió fue mucho más fuerte que cualquier palabra. Ninguno de los dos podía moverse. El mundo parecía haber dejado de girar, congelado entre guirnaldas coloridas y una promesa muda.

Se separaron lento, como si el cuerpo de cada uno no quisiera alejarse. Ella acomodó un mechón detrás de la oreja, él se frotó la nuca. Ambos sabían que ese momento había cambiado algo. Aunque no lo dijeran.

—¿Qué estais tramando por aquí? —preguntó Clara, entrando al patio con una bandeja llena de vasos plásticos y una sonrisa radiante.

Vida se alejó un paso más, respirando hondo.

—Decorando —dijo, intentando sonar natural.

—¡Esto va a quedar genial! —gritó Clara, entusiasmada—. Miguel, ¿al final van a venir tus amigos?

Él asintió, con una media sonrisa, sin mirar directamente a Vida.

—Sí, vienen todos. Incluso Valeria.

El nombre flotó en el aire como un mosquito indeseado.

Vida intentó mantener el gesto impasible, pero sus dedos apretaron más fuerte la guirnalda que tenía en la mano. Clara no notó nada y siguió hablando, pero la mente de Vida se había desviado. ¿Quién era Valeria? ¿Una ex? ¿Una historia inconclusa?




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