A Vida nunca le gustaron las fiestas. Y esa noche no sería la excepción.
El jardín resplandecía bajo un entramado de luces cálidas que parecían colgar del cielo. Las risas se alzaban sin pedir permiso, las copas tintineaban y una música suave flotaba en el aire como si no tuviera intención de terminar jamás. Todo encajaba: Clara se movía con naturalidad entre los grupos, los chicos reían en medio de charlas animadas, y hasta la brisa parecía acompasada con la celebración.
Pero Vida se sentía fuera de lugar. Como una nota errante en una melodía que no la necesitaba.
Se quedó cerca de la mesa, con una copa sin alcohol entre las manos. Fingía escuchar las anécdotas de una prima lejana, asentía por reflejo, sonreía en los momentos justos. Pero su mente estaba en otra parte. En otro cuerpo. En otro par de ojos grises.
Miguel.
Cada vez que lo veía, algo dentro suyo se tensaba. Como si su sola presencia alterara la frecuencia del mundo. Lo buscaba con la mirada sin admitirlo. Lo había hecho desde que llegó, desde ese “hola” que llevaba en sus letras todo lo que no se habían dicho.
Y entonces, la puerta del jardín se abrió.
Lo primero que notó no fue a la recién llegada, sino a Miguel. Su postura cambió, sí, pero no de la forma que esperaba. No hubo brillo súbito en su mirada ni sonrisa incontenible. En su lugar, sus cejas se fruncieron apenas, como si la presencia que acababa de entrar le trajera un peso incómodo sobre los hombros.
Fue recién después que la vio a ella.
Valeria.
No necesitó presentaciones. Lo supo por el modo en que las miradas a su alrededor se encendieron. Por el vestido negro que le ceñía la figura, el pelo suelto cayendo con descuido calculado, la piel dorada por el sol. Tenía esa clase de presencia que no pedía permiso: venía acompañada de historia.
Miguel no dio un paso hacia ella, pero tampoco apartó la vista. Vida sintió que algo se tensaba en el aire, un hilo invisible que la dejaba a ella fuera de la escena.
Clara la recibió con efusividad:
—¡Valeria! —dijo, con una sonrisa luminosa—. ¡Pero qué alegría verte, mujer!
—Igualmente, Clara —respondió Valeria, con un tono cálido pero seguro—. Está todo precioso.
Fue la voz de la abuela María la que rompió el aire:
—Sí, hacen una pareja bien bonita —comentó con esa ternura que, aun así, cortaba como un vidrio—. Se nota que hay química.
Una frase inofensiva. Una sentencia.
Vida sintió cómo algo se quebraba. Silencioso. Interno. Definitivo.
Apretó la copa entre los dedos. No supo si era rabia, tristeza o solo esa vieja sensación de no ser suficiente. Como si todos supieran de antemano qué papel interpretar, menos ella.
Valeria la miró entonces, como si hubiera notado su existencia de golpe.
—¿Y quién es esta niña tan guapa que te acompaña? —preguntó a Clara, sin apartar los ojos de Vida. Tenía una sonrisa amable. Y filosa.
Miguel contestó antes de que Clara pudiera abrir la boca:
—Es Vida —dijo, rápido, con una incomodidad mal disimulada—. Está pasando un tiempo con nosotros.
Y fue todo lo que dijo.
Vida se tragó la punzada que le subía por la garganta y buscó una excusa para huir.
—Voy a buscar hielo… hace calor acá —murmuró, con acento porteño marcado.
Nadie se opuso. Nadie la detuvo. Se deslizó entre los cuerpos como un fantasma y subió las escaleras sin apuro, luchando contra el temblor que se le instalaba en las piernas.
Al cerrar la puerta del cuarto, apoyó la frente en la madera y cerró los ojos.
¿Qué estuviste creyendo, Vida?
¿Que esos silencios compartidos eran confesiones disfrazadas?
¿Que cuando te tocaba la espalda al pasar, cuando sus dedos rozaban los tuyos al cebarte un mate, no era casualidad?
¿Que sus ojos grises buscaban algo en vos?
Se sintió ridícula. Como una nena jugando a ser mujer. Como alguien que entra en la historia equivocada y se da cuenta tarde.
Se dejó caer sobre la cama. Las lágrimas le bajaron en silencio, tibias. No hizo ruido. No hacía falta. El dolor hablaba por ella.
Se miró en el espejo. El vestido floreado que había elegido con ilusión parecía ahora un disfraz ingenuo. Las zapatillas cómodas, una torpeza. El delineador, la sonrisa ensayada, los sueños a medio armar. Todo en ella parecía infantil al lado de Valeria.
Pero no era su aspecto lo que dolía.
Era la forma en que Miguel había cambiado. Su voz, su postura, su mirada. No con entusiasmo, sino con algo que parecía mezcla de tensión y cuidado… pero nunca con esa verdad que se necesita para elegir a alguien sin dudas.
Y entonces lo comprendió.
Había inventado un puente. Había tejido una historia sobre gestos pequeños, sobre migas de atención, sobre el modo en que la había abrazado una noche cualquiera en una escalera. Pero esa historia era solo suya. Un espejismo.
Miguel ya tenía una historia con Valeria. Y, aunque no supiera en qué punto estaba, era una historia a la que ella no pertenecía.
Se abrazó a la almohada. El temblor le subía desde el estómago hasta el pecho.
Se sintió invisible. Irrelevante.
Una ilusa, pensó.
Y dolía.
Porque por un instante —solo un instante— había querido creer que tal vez, solo tal vez, podía ser ella quien le hiciera girar el mundo.
Pero esa noche comprendió que el mundo de Miguel ya tenía nombre.
Y no era el suyo.
Respiró hondo, deslizó el dorso de la mano por sus mejillas húmedas y se obligó a recomponerse. No quería que la vieran derrotada. No esa noche.
Abrió la puerta y empezó a bajar las escaleras.
Pero a mitad de camino, se detuvo.
Desde el pie de la escalera llegaban voces bajas, casi susurros. Reconoció la de Miguel, tensa y contenida, y la de Valeria, con un tono cargado de desafío y melancolía.
—Miguel… —susurró ella con esa cadencia íntima que parecía querer arrastrarlo—. Sabes que esto no ha terminado.
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Editado: 22.08.2025