VIDA
Sabía lo que tenía que hacer. Esa noche iba a fingir.
Fingir que Miguel no me atravesaba con cada mirada.
Fingir que su presencia no hacía que el mundo se me tambaleara por dentro.
Fingir que su silencio no era un ruido ensordecedor.
Fingir que cuando cruzaba la habitación yo no lo buscaba con la mirada.
Fingir que mi piel no se erizaba cada vez que su sombra se acercaba.
Y, por encima de todo, fingir que Valeria no me intimidaba con su sola presencia.
Javier no se separaba de mí. Su sonrisa fácil, su mano rozándome la cintura, su cuerpo pegado al mío... todo era un intento de mantenerme anclada a la realidad, o al menos alejada de Miguel.
Bailábamos Clara, Inés y yo. Reíamos, girábamos en círculos, buscando que el mundo se olvidara por un rato de lo que dolía.
Pero no podía olvidar.
Porque ahí estaba él. A unos metros. Fijo, con una cerveza que parecía demasiado fría para el calor que llevaba dentro. Al lado de Valeria.
Sentí cómo me atravesaba su mirada, esa mirada que parecía querer decir mil cosas y no decía nada.
Intenté sonreírle a Javier, más para convencerme a mí misma que a él.
Cuando su mano me rodeó la cintura para hacerme girar, por un instante dudé. Pero acepté el juego. Bailé pegada a Javier para sostener la mirada de Miguel, como si fuera un desafío mudo entre nosotros.
La música era un latido más del corazón de la fiesta, pero para mí era una tormenta.
Mi pecho se apretaba con cada paso de baile. Cada risa, cada movimiento, cada contacto de manos era un recordatorio de que él estaba ahí, pero no conmigo.
En un momento, me escabullí hacia la cocina.
Necesitaba aire. Agua. Mentira, necesitaba huir.
La cocina estaba en penumbras, apenas iluminada por la luz amarillenta que llegaba del pasillo. La heladera hacía un suave zumbido. Abrí la puerta con manos temblorosas, buscando algo frío, un refugio para mi cabeza que ardía demasiado.
—Vida.
La voz de Miguel era un susurro en la oscuridad, un roce inesperado en medio de la tormenta. Me giré lentamente, y lo encontré apoyado contra el marco de la puerta, las manos en los bolsillos, pero con el cuerpo tenso, la mandíbula firme.
Antes de que pudiera reaccionar, dio un paso hacia mí. Cerró la puerta de la heladera con suavidad y me acorraló contra la mesada. El frío del mármol contrastaba con el calor que me quemaba la piel, su proximidad era un imán imposible de resistir.
—No es lo que parece —susurró, su voz tan cerca que sentí el aliento acariciando mi rostro—. No quiero que pienses algo que no es. Porque me importa lo que sientes.
Mis ojos se cerraron un segundo, incapaz de contener el temblor que me recorría.
Su mano se deslizó hasta rozar mi cintura, apenas un contacto, pero suficiente para incendiar cada nervio. Mi respiración se aceleró. La distancia entre nosotros se redujo hasta desaparecer.
—No tiene sentido, Miguel —traté de sonar firme, aunque mi voz temblaba—. No tenés por qué darme explicaciones.
Él bajó la mirada, y después la levantó para buscar la mía con intensidad.
—¿Y si quiero dártelas igual? —susurró, cada palabra un roce en mi piel—. ¿Y si me mata verte con ese crío? ¿Y si... aunque no seamos nada, me encantaría que fuéramos todo?
Sentí su aliento rozar mi mejilla. Cerré los ojos para contener el temblor que me recorría. Sabía que era peligroso, pero no podía evitarlo.
—Miguel... —susurré, con la voz quebrada—.
Sin decir más, él dio un paso más, acercándose tanto que nuestras frentes casi se tocaban. La lucha entre lo que queríamos y lo que debíamos era palpable en el aire.
—Lo sé —dijo en un suspiro—. Es una locura. Eres más chica. Eres la amiga de mi hermana. Pero te juro que cada vez que te miro, me olvido de todo eso.
Sus palabras caían sobre mí como un fuego lento. Mi pecho se apretó. Lo miré a los ojos, intentando leer el deseo, el miedo, la verdad detrás de su confesión.
Lo miré con los ojos abiertos, intentando descifrar su verdad y sus dudas, su miedo y su deseo. Y vi lo que yo también sentía, aunque no me animara a admitirlo.
—¿Y Valeria?
Su mirada se oscureció, como si nombrarla fuera doloroso.
—Valeria es parte de mi vida desde siempre. Nuestras familias están unidas desde niños. Fue mi primer beso, y nada más. Nunca sentí esto —me dijo, con la voz temblando un poco—. Esto que siento por vos.
Quise creerle.
Pero justo entonces, la voz de Valeria irrumpió en la cocina.
—¡Migui! ¿Estás aquí?
Ella apareció en el marco de la puerta, con esa sonrisa cargada de veneno, segura y provocadora.
—Perdón... —dijo, lanzándonos una mirada venenosa—. No sabía que estaban ocupados.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Di un paso atrás y la miré a Miguel una última vez.
Él estaba serio, la mandíbula apretada, como si la interrupción le doliera.
—Disfruten la fiesta —susurré, dándome la vuelta para salir.
Sentí su presencia cerca, su mirada siguiéndome como una caricia desesperada.
Volví a la fiesta, intentando sonreír, brindar, bailar. Fingir.
Pero por dentro estaba hecha un nudo.
Porque sus palabras seguían resonando en mi cabeza, golpeando fuerte:
¿Y si, aunque no seamos nada, me encantaría que fuéramos todo?
La noche seguía su curso, pero yo ya no era la misma que había salido de aquella cocina. Algo dentro mío se había roto, aunque nadie más parecía notarlo.
Las luces del jardín estallaron en un destello cuando trajeron el pastel. Clara brillaba con una sonrisa amplia y ojos brillosos, rodeada de amigas que la empujaban con risas hacia la mesa adornada con velas y flores. Dieciocho años, pensé, observándola. Yo tenía diecisiete, pero a veces sentía que cargaba con un peso más pesado que cualquier edad.
Sentí su mirada antes de verlo. Miguel estaba al otro lado del jardín, pero sus ojos ardían como brasas en mi pecho. Un escalofrío me recorrió la espalda.
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Editado: 22.08.2025