A destiempo

Capítulo 13: Días que no sabían nombrarse

VIDA

Los días después de la fiesta se deslizaron lentos, como si el tiempo hubiera perdido el ritmo. No eran días normales, ni tampoco tenían un nombre nuevo que pudiera definirlos. Era una especie de limbo, un territorio sin mapa, donde todo parecía estar suspendido en una calma tensa, pero a la vez incómoda. Como si alguien hubiera bajado el volumen al mundo y los colores se hubieran desvanecido.

Me despertaba antes de que la luz del sol entrara por la ventana, no por deseo sino porque el sueño se escapaba, huidizo. Quedaba acostada, fija en las sombras del techo, con el pecho apretado y una sensación de vacío que no me abandonaba. El silencio de la casa era tan pesado que parecía retumbar en mis oídos, y cada vez que pensaba en cruzarme con él, sentía un nudo que me paralizaba.

Cada mañana era un juego silencioso: si escuchaba pasos, esperaba; si el pasillo estaba vacío, me aventuraba. Era una danza de precauciones, un equilibrio delicado para no romper lo que no sabíamos si aún existía.

Pasaba horas en mi habitación o en el jardín, buscando refugio en esos espacios donde el mundo parecía menos amenazante. Intentaba refugiarme en libros que no conseguía terminar, o en un cuaderno que se mantenía inmaculado, como un desafío a mi propia incapacidad de plasmar lo que sentía. Caminaba sin rumbo, pero con la sensación constante de que él estaba cerca, incluso cuando no lo veía.

El peor de todos era el silencio.

No nos hablábamos. No de verdad. Solo lo indispensable, con palabras medidas, miradas fugaces y ningún roce accidental. Ya no había chistes ni complicidades ni mates compartidos en las tardes con el abuelo. Habíamos construido una barrera invisible que ninguno se atrevía a cruzar.

Pero ese silencio gritaba.

Porque aunque evitábamos mirarnos, nos sentíamos.

Sabía que él me observaba cuando pensaba que no lo hacía. Que su voz bajaba de volumen cuando yo aparecía. Que su cuerpo se tensaba cuando pasaba cerca, como si luchara contra el deseo de tocarme y al mismo tiempo supiera que no debía.

Yo también recordaba.

Recordaba cada roce de sus dedos en mi cintura, cada mirada detenida en la escalera, profunda, llena de algo que parecía quebrarse en su interior. La voz rota con la que me pidió que lo olvidara. Y el dolor amargo que sentí al hacerlo.

Lo entendía. Sabía que él era mayor, con un pasado donde yo no encajaba, que yo era una interrupción, una pausa inesperada en su camino.

Pero entenderlo no mitigaba el daño.

Porque ahora estaba ella.

Valeria.

Con una naturalidad que dolía.

Al principio, sus visitas eran breves, casuales: un almuerzo, una tarde en la galería. Pero poco a poco, fue ocupando espacio en la casa, en la rutina, en su vida. Como si yo fuera invisible.

La veía reírse con él, tocar su brazo, susurrarle secretos al oído. Ellos dos, con esa complicidad muda que me recordaba que ya no formaba parte de ese mundo.

Yo los miraba desde la distancia, sintiendo que cada risa, cada gesto, me arrancaba un pedazo. Era como observar una película en la que yo era solo un personaje secundario, una melodía olvidada que no lograba sobresalir.

Por las noches, la frase volvía a mí, cruel y persistente.

—Es mejor olvidarlo, Vida.

¿Cómo se olvida algo que nunca llegó a ser, pero que marcó cada fibra de tu cuerpo?

Clara, con la inocencia de quien no sabe, decía sin parar:

—Miguel y Valeria harían una pareja hermosa.

Yo asentía, con una sonrisa que se rompía por dentro.

No podía odiarlo, porque cada vez que nuestras miradas se cruzaban, aunque fuera por un instante, veía en sus ojos la misma tormenta que sentía en mí: un fuego contenido, una pasión prohibida, un dolor compartido.

MIGUEL

No soy un buen actor, pero esta vez lo intenté.

Después de la fiesta, me repetí como un mantra que debía fingir normalidad. Fingir que no había pasado la noche entera clavando mi mirada en ella, como si en ese instante pudiera encontrar la salida a un laberinto que construí con mis propios temores. Fingir que no había sentido el deseo brutal de romper cada regla que nos separaba.

Al día siguiente, la escuché entrar en la cocina. El sonido de sus pasos me atravesó como una daga invisible. Sentí cada músculo de mi cuerpo tensarse, me preparé para enfrentarla con la indiferencia que ambos pretendíamos, para no mostrar el temblor que me recorría entero.

—Buen día —dijo, con la voz baja, suave, casi un susurro que me dolió más que cualquier reproche.

Contesté con un murmullo que traicionaba todo lo que quería callar.

Desde entonces, la distancia se midió en centímetros invisibles que nos separaban en cada encuentro. Nos cruzábamos como dos extraños que olvidaron el lenguaje del tacto, que perdieron la costumbre de las sonrisas cómplices, de los pequeños gestos que alguna vez hicieron que todo fuera sencillo.

Pero yo la sentía. La sentía como una presencia palpable que invadía cada espacio, que se colaba en mis pensamientos, que quemaba con su sola proximidad.

Podía saber cuándo estaba en una habitación sin verla siquiera. Su energía tenía peso, temperatura. Era un imán que me atraía y me repelía al mismo tiempo. Un juego cruel de fuerzas contradictorias.

Valeria empezó a ser un rostro frecuente en la casa. La abuela la invitaba con una naturalidad que me daba rabia. Como si todo estuviera decidido ya.

Con Valeria, podía ser yo sin miedo. No había tormentas ni silencios cargados. No había riesgo de romperme.

Pero con Vida todo era distinto.

Era peligro.

Era un precipicio.

Cada vez que la veía sola, con los ojos perdidos en ningún lado, algo en mí se quebraba un poco más.

Clara, sin saber la carga que sus palabras tenían, me dijo un día, con esa ligereza que a veces irrita:

—Te vi bien con Valeria. Harían una pareja preciosa.

La abuela María sonrió y asintió, convencida.




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