A destiempo

Capítulo 14 – La piscina

Esa tarde el calor era insoportable. Clara y la abuela habían salido a comprar, el abuelo dormía la siesta. La casa estaba en silencio, como si el mundo se hubiera detenido solo para nosotros.

Yo estaba en la galería, con un vaso de agua helada temblando en mis manos, cuando la vi aparecer.

Vida bajó las escaleras con un short de jean que delineaba sus piernas y una remera blanca que se pegaba a su piel mojada por el sudor. El pelo recogido de cualquier manera, dejando escapar mechones que acariciaban su cuello. Llevaba una toalla doblada bajo el brazo, pero no había nada que pudiera protegernos del imán que nos atraía.

—Voy a la pileta —dijo, sin mirarme, la voz baja y cargada de algo que no alcanzaba a entender, un dejo de advertencia o quizás desafío.

No respondí. Mi mirada la siguió, fija, como si la viera por primera vez y supiera que no podría dejar de mirarla nunca más.

Ella cruzó el jardín con pasos lentos, casi ceremoniales. El sol jugaba en su piel, dorando cada curva que el short apenas contenía.

El agua brillaba, tentadora y fría, bajo el sol implacable. Vida dejó la toalla en una reposera y se agachó a mojarse los pies, el reflejo multiplicándola y envolviéndola en una aura casi sagrada.

Me quedé inmóvil, hipnotizado, como si mirarla fuera suficiente para perder la noción del tiempo.

No supe cómo ni cuándo caminé hacia ella, sólo que el impulso me había devorado.

—¿Puedo? —pregunté, señalando el agua, intentando que mi voz no traicionara el temblor que sentía en el pecho.

Ella me miró apenas, sus ojos oscurecidos por una mezcla de miedo y deseo. Asintió, y ese silencioso permiso me quemó la piel.

Me quité la remera con movimientos lentos, dejando que el aire caliente me golpeara la piel. El agua estaba tibia, un contraste perfecto con el fuego que ardía por dentro.

Entramos juntos, nadando en un silencio cargado de electricidad.

De repente, quedamos frente a frente, tan cerca que podía sentir el calor que irradiaba de su cuerpo mojado.

Su respiración se aceleró, pero no por el esfuerzo. Una gota de agua le resbaló por el cuello, descendiendo lentamente hasta perderse en la tela húmeda de su bikini, pegada a su piel como una segunda piel.

Yo la seguí con los ojos.

Ella lo notó.

Y no se movió.

El aire entre nosotros se volvió denso, pesado.

Mi mano, sin permiso, se acercó a su brazo. Apenas lo toqué, un roce breve, pero suficiente para sentir ese calor que no dependía del sol.

Ella respiró hondo.

—No deberías… —susurró, la voz rota, con la mirada fija en algún punto detrás de mí.

—Lo sé —respondí, sin apartar la mirada, sintiendo cómo mi garganta se apretaba.

Y ahí estábamos, en esa línea invisible que habíamos jurado no cruzar.

Una línea que, por primera vez, parecía tan frágil que bastaría un gesto para romperla.

Yo quería romperla.

Quería borrar esa distancia absurda, quemar esa cuerda floja en la que llevábamos semanas intentando no caernos.

Ella se quedó quieta, pero sus ojos me dijeron algo que sus labios no podían: que no se iría, que no iba a retroceder.

El agua nos llegaba al pecho. Un silencio espeso nos rodeaba, interrumpido solo por el sonido suave de las ondas moviéndose. Podía escuchar su respiración, rápida y contenida, como si cada inhalación le doliera.

Me acerqué un poco más. Lo suficiente para que mi rodilla rozara la suya bajo el agua. Ella cerró los ojos un instante, y en ese gesto había algo que me hizo temblar.

La luz del sol se filtraba entre las hojas, dibujando sombras en su cara. Una gota le resbaló por la sien, bajando lenta hasta su mejilla. Sin pensarlo, levanté la mano y la aparté con el pulgar.

Esta vez, mi dedo continuó el recorrido, y con una suavidad infinita rozó sus labios para limpiarlos. Sentí su piel temblar bajo mi tacto, y no pude evitar que mi dedo rozara con ternura la piel sensible, buscando memorizar ese contacto prohibido.

Ella abrió los ojos y me miró. Esa mirada… Dios. No era solo deseo. Era algo más profundo. Una mezcla de miedo, hambre y rendición.

—Miguel… —dijo, y mi nombre en su boca sonó como una súplica y una advertencia al mismo tiempo.

No contesté.

Mis dedos se quedaron en su rostro, bajando apenas hasta su mandíbula. Sentí el calor de su piel, el pulso acelerado bajo la yema.

Ella no se apartó.

Di un paso más, y el agua nos rodeó como un secreto. Podía sentir su respiración chocar contra mi boca.

Si me inclinaba medio centímetro, la besaba.

Medio centímetro. Eso era todo lo que nos separaba de algo que no se podría deshacer.

Y entonces lo vi en sus ojos: el mismo vértigo que me recorría a mí.

La toqué. Apenas, pero lo hice. Mi mano se deslizó por su brazo, hasta su muñeca, y la sostuve. Su piel estaba fría por el agua, pero bajo la superficie había un calor que me quemó.

Ella tragó saliva.

—Esto… —empezó, pero no terminó la frase.

Porque no hacía falta. Los dos sabíamos que ya habíamos cruzado la línea, aunque no hubiera un beso, aunque no hubiera un abrazo.

Me quedé ahí, con la frente casi rozando la suya, sintiendo el latido en mi pecho golpear contra el de ella a través del agua.

Y supe que después de esto, aunque intentáramos fingir, ya no íbamos a poder volver a esa distancia segura que nos habíamos impuesto.

No la besé.

No la abracé.

Pero tampoco me fui.

Me quedé, atrapado en ese instante.

Mi pulso se desbocaba y la razón se empeñaba en decirme que debía alejarme, que no podía seguir jugando con este fuego que nos consumiría a los dos.

Pero no podía.

Cada segundo a su lado era un golpe dulce y cruel.

Sentir su piel bajo mis dedos, tan cerca y a la vez tan inalcanzable, me hacía perder el aire.

Su mirada, mezcla de miedo y deseo, me decía todo lo que ella callaba.

Ese silencio entre nosotros era un grito de lo que no podíamos permitirnos, y sin embargo, ansiábamos.




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