A destiempo

Capítulo 15: A un suspiro.

VIDA

El recuerdo de aquella tarde en la pileta seguía vivo en mi piel, como una marca invisible que se negaba a borrarse. El calor del sol, el roce del agua tibia, la forma en que sus dedos rozaron mis labios al limpiar una gota de sudor… Todo se repetía en mi mente con una nitidez que dolía.

Estábamos solos, al borde de cruzar esa línea invisible que habíamos jurado no pisar. El silencio entre nosotros era tan pesado que casi podía sentirlo apretándome el pecho. Y entonces, justo cuando parecía que el tiempo se detenía, la voz de Clara rompió el hechizo.

—¿Chicos? —dijo ella, asomándose con Valeria detrás, sonriendo despreocupada—. ¿Les doy un poco de limonada?

Miguel y yo nos miramos, las palabras se ahogaron en la garganta y el instante perfecto se deshizo en un parpadeo. La realidad volvió a colarse, fría y punzante.

MIGUEL

Todavía la tenía en la piel.

La piscina, el sol alto filtrándose en el agua, el olor a cloro mezclado con crema solar. Ella, medio sumergida, riéndose con la cabeza echada hacia atrás, el pelo pegado a la cara y las pestañas brillando de gotas. Y esa gota… la que resbaló desde la sien hasta la comisura de sus labios. No pensé. Ni un segundo. Solo alcé la mano y, con el pulgar, la limpié despacio. La sentí tibia contra mi piel. Y cuando bajó un poco la mirada, su respiración cambió, como si ambos supiéramos que ese gesto no era inocente. Estábamos tan cerca que podía contar las pecas de su nariz, o perderme en esa mirada que no se apartaba de la mía. Un segundo más y… Clara y Valeria entraron riendo, dejando caer toallas y voces, y todo se quebró.

Llegué a casa más temprano de lo habitual esa tarde. Había salido de la universidad con un par de compañeros que insistieron en acompañarme hasta acá para terminar un trabajo en grupo. Acepté más por compromiso que por ganas; el aire pesado de esos días parecía aplastarme más que las horas de clase.

Al empujar la puerta del living, me detuve en seco.

Vida estaba sentada en el piso, frente a la mesa ratona, con apuntes esparcidos por todos lados. Clara, a un costado, mordía una lapicera mientras miraba el celular. Y Javier… Javier estaba demasiado cerca de Vida, sentado a su lado, riéndose con la cabeza echada hacia atrás, como si el mundo fuera un lugar simple y feliz.

Ella también reía. Despeinada, con un buzo ancho y el mate en la mano. Contaba alguna historia de su ciudad, con lunfardo y expresiones que nadie entendía, pero todos disfrutaban. Era evidente que a Javier le encantaba cómo hablaba.

Y a mí me ardía la piel.

—Hola —dije apenas, sin saber si me habían notado.

Vida levantó la vista. Solo un instante. Un segundo que bastó para que todo en ella se tensara. Luego, bajó la mirada, como si yo no estuviera ahí. Como si no lo hubiera sentido.

Seguí de largo, tragándome el nudo que se me formaba en la garganta, intentando que no se notara en la voz ni en los pasos.

Más tarde, en mi cuarto, mientras mis compañeros repasaban apuntes y compartían cervezas, uno de ellos soltó, con tono burlón:

—Tío, la argentina está que flipas, ¿eh?

—Buah, sí —añadió otro—. Tiene ese rollito distinto, ¿no? Como que destaca. ¿Es familia tuya?

—No —respondí seco, demasiado seco.

—¿Y qué pasa con el chaval ese con el que está siempre? ¿Cómo se llama?

—Javier —dijo uno, recordando.

—Tienen pinta de liarse en cualquier momento. Ella se lo merienda fácil —bromeó otro, y su risa retumbó en mi cabeza.

Apreté la mandíbula y cerré los ojos, tragando saliva, sintiendo que me quemaba por dentro. Pero no pude contenerme.

—Ya vale, tronco —salté, molesto—. Vida es una cría. Tiene la edad de Clara, joder. Podría ser mi hermana. No flipéis.

Justo en ese momento, escuché la puerta y vi a Vida acercarse, buscando un cuaderno que había olvidado. Sus pasos se detuvieron al oír mi nombre y la frase que acababan de decir.

La vi girar despacio, sin hacer ruido, tragándose el temblor que la atravesaba. Se mordía el labio con fuerza, tratando de contener algo que no sabía si era tristeza, rabia o decepción.

Y se fue.

Se fue como quien se aleja para no romperse del todo.

Yo me quedé ahí, con el corazón hecho trizas y la boca llena de palabras que nunca dije.

Esa noche no bajé a cenar. Mentí diciendo que tenía trabajo. Clara me subió un plato que ni toqué.

A las tres de la mañana me rendí. No había manera de dormir. La cama era un sitio estrecho y caliente, lleno de pensamientos que no me dejaban en paz. Bajé a por agua, y al llegar a la cocina vi la puerta del patio entreabierta. Una brisa fresca se colaba, trayendo olor a césped mojado.

Ella estaba allí, sentada en la hamaca, con una manta fina sobre los hombros y las piernas cruzadas bajo ella. Se balanceaba despacio, el pelo suelto cayendo sobre la tela, iluminado por la luz tenue que salía del salón.

—¿No puedes dormir? —pregunté, apoyado en el marco.

Giró apenas el rostro. Su mirada era tranquila, pero había algo cansado en ella.

—No.

Caminé hasta la hamaca y me senté a su lado. El balanceo cambió de ritmo, adaptándose a nuestro peso. Me quedé un segundo mirando el jardín, pero mi atención estaba en ella. El olor de su champú todavía fresco me golpeó, dulce y limpio.

—Yo tampoco —dije—. Es curioso… de día todo es ruido, pero por la noche parece que la casa te obliga a ser honesto.

Ella no respondió al momento. Solo apretó un poco la manta contra el pecho.

—Te escuché —dijo por fin—. Lo que dijiste antes con tus amigos.

Sentí un latigazo en el estómago.

—Vida…

—No estoy enfadada. Solo… me dolió.

Me incliné un poco hacia ella, sin darme cuenta.

—Fue una gilipollez. Lo dije para que dejaran de dar por saco. No quería que supieran que… —tragué saliva— que no te veo como una cría.

Se giró hacia mí, despacio, con los ojos fijos en los míos.

—¿Ah, no?




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