A destiempo

Capítulo 16 — Proximidad peligrosa

El clima en la casa empezó a cambiar, aunque nadie lo mencionara. No fue un giro abrupto, sino una sucesión de pequeños detalles. Un mate compartido sin hablar demasiado. Una charla sobre recetas mientras cocinaban, en la que sus manos se rozaban al pasar utensilios y ninguno se apartaba rápido. Un silencio cómodo en medio del ruido de los demás, donde las miradas duraban un poco más de lo que deberían.

Miguel ya no evitaba a Vida. Y Vida ya no huía de él.

El primer gesto fue sutil. Una mañana, mientras ella regaba las plantas del jardín junto al abuelo Paco, él salió con una taza de café y se quedó apoyado contra el marco de la puerta. No dijo nada. Solo la miró, con una serenidad nueva… y algo más, algo que hizo que a Vida se le acelerara la respiración. Siguió con la regadera en mano, intentando ignorar ese cosquilleo en la nuca que le provocaba su mirada.

—¿Siempre las riegas con tanto cuidado? —preguntó él, con esa voz grave y calmada que la recorría por dentro.

—Si no las tratás con cariño, no florecen —respondió el abuelo, sin mirarlo directamente.

Miguel tragó saliva. Había visto a muchas mujeres regar plantas, pero nunca así. Había algo en la forma en que Vida inclinaba el cuerpo, en cómo la luz de la mañana le rozaba el cuello, que lo hacía pensar en cosas que no debía. Y maldijo en silencio por estar notando todo eso.

Ese día, al almuerzo, Miguel le alcanzó la sal antes de que ella la pidiera. Sus manos se rozaron apenas, un contacto mínimo, pero que se quedó vibrando en la piel. Ella le sirvió un poco más de ensalada sin que él lo notara. Se estaban aprendiendo.

No debería importarle. No debería quedarse con la sensación de su piel quemándole la palma, pero se quedó. Y por un segundo, antes de apartar la mano, pensó en cerrarla y no soltarla.

Pasaron los días y el trato se volvió más natural… y más peligroso. Clara, encantada, los empujaba a compartir más: que fueran juntos a comprar alguna tontería, que la acompañaran a la feria, que se sentaran juntos a ver una peli. Ellos cedían. Se miraban, dudaban… pero aceptaban.

Una tarde nublada, mientras la abuela María dormía la siesta y Clara estaba en su cuarto, Vida salió al jardín con una manta y un libro. Se acomodó en una reposera, con el mate tibio en una mano. El pelo suelto le caía sobre el hombro, y cada tanto lo apartaba con un movimiento suave de los dedos. Miguel apareció un rato después, sin anunciarse, con un libro bajo el brazo.

—¿Te molesta si me siento? —preguntó, con un tono más bajo del habitual.

Vida negó con la cabeza, y él acomodó una silla cerca… no demasiado, pero lo suficiente como para que pudiera sentir el calor que emanaba de su cuerpo. Abrió su libro, pero no lo leyó; la miraba por encima del borde, como si estuviera memorizando la forma en que ella pasaba las páginas.

—¿Qué lees? —preguntó.

—Una novela vieja. De esas que se releen cuando uno necesita encontrarse otra vez —contestó ella, bajando la mirada al papel.

Miguel apenas escuchó la respuesta. La estaba mirando de perfil, con un mechón cayéndole sobre la mejilla. Tenía ganas de apartárselo con los dedos, de rozar ese calor que intuía en su piel. Pero no lo hizo. Se obligó a clavar la vista en su propio libro, que en ese momento no significaba nada.

—¿Y lo has conseguido?

Vida sonrió, pequeña.

—Todavía no. Pero algunas frases me hacen menos ruido que antes. Eso es un avance.

Miguel la observó unos segundos, con esa atención que podía desnudar.

—No siempre hace falta entenderlo todo —dijo—. A veces solo hay que estar. Con lo que duele, con lo que cambia. Con lo que ya no vuelve.

Ella lo miró, y la tarde pareció detenerse. El silencio que siguió no fue incómodo. Fue cálido, pero cargado, como si algo invisible se tensara entre los dos.

A partir de entonces, se hicieron habituales esas tardes compartidas. A veces con libros, otras con música. Miguel traía discos viejos y ella se burlaba de sus gustos, pero después tarareaba las melodías durante días. Vida preparaba bizcochitos caseros y él se ofrecía a lavar los platos. En esos momentos, las manos se rozaban con más frecuencia, los cuerpos se inclinaban hacia el otro con excusas mínimas. Nunca discutían, pero tampoco necesitaban decirse gracias. Era otra forma de tocar sin tocar.

Una noche de tormenta, se fue la luz en toda la casa. María se fue a dormir temprano, Clara se quedó dormida en el sillón, y Vida apareció en la cocina con velas. Miguel, que estaba ordenando unas cajas en el lavadero, se acercó cuando la vio.

—Parece que nos toca noche de campamento —dijo ella, colocando una vela sobre la mesa.

—¿Tienes linternas? —preguntó él.

—Una, pero sin pilas.

Se rieron. Y luego… silencio.

La luz de la vela les dibujaba sombras en la piel. Miguel apoyó las manos en la mesa, acercándose un poco. Vida, sentada, jugaba con el borde de una taza, pero sus ojos lo buscaban. El olor de la tormenta se mezclaba con el de su perfume, y él lo respiraba como si fuera un vicio.

—¿Sabes qué es lo que más extraño de mi infancia? —preguntó Miguel, de repente—. Las noches de apagón. Me daban miedo, sí… pero también eran mágicas. Mi padre nos contaba historias. Y todo parecía más importante bajo esa penumbra.

—Mi papá dice que la oscuridad es buena para ver lo que realmente importa —susurró Vida—. Que sin luces, se ve el alma.

Miguel la miró. No a los ojos. A la boca. Después volvió a subir la mirada.

—¿Y qué ves ahora?

Miguel sintió que lo desnudaban. No con las manos, sino con la calma de esas palabras y esa voz baja. Pensó en besarla. Por un instante, no hubo más reglas, ni edades, ni culpas. Solo ella, con los labios apenas separados, iluminada por una vela. Se obligó a respirar hondo y a mirar a otro lado antes de hacer una estupidez.

Ella no respondió. Pero su respiración se aceleró, y él lo notó.

No se tocaron. No se acercaron. No hacía falta. La tensión era tan espesa que parecía que cualquier movimiento podía romperla o encenderla del todo.




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