Vida no iba buscando conversaciones ajenas. Solo había bajado a la cocina a por un vaso de agua, y mientras llenaba el vaso, escuchó risas desde el salón. No pensó en detenerse, hasta que oyó su nombre.
—Pues yo creo que está clarísimo —decía Valeria, con esa voz alta que llenaba cualquier habitación—. Miguel la trata así porque le da pena, y punto.
Vida sintió un leve cosquilleo en la nuca cuando Valeria, casi sin mover la cabeza, desvió la mirada hacia la cocina, como si supiera que estaba allí. Luego sonrió, una sonrisa tan fina que parecía un corte.
—¿Pena? —Luis soltó una carcajada suave, como quien quiere saber más—. Venga ya, ¿cómo que pena?
—Que sí, hombre —insistió ella, bajando el tono pero cargando cada palabra—. Me lo dijo a mí hace tiempo. Que la pobre está colgada perdida de él y que es una cría. Que no quiere hacerla sentir mal, así que se muestra atento… pero en realidad, es por lástima.
La forma en que pronunció “cría” fue casi un escupitajo disfrazado de broma.
El hielo del vaso tintineó en la mano de Vida, traicionando el temblor que la recorría. Podría haberse ido en ese momento, pero sus pies parecían haberse quedado pegados al suelo.
—Joer… pues vaya tela —comentó Luis, en tono medio burlón—. Yo pensaba que de verdad le molaba.
—Qué va —remató Valeria, con una sonrisa que no llegaba a los ojos—. Miguel es demasiado bueno, y por eso la cuida. Pero no es lo que ella cree. Ya me entiendes…
Esa última frase, con su pausa calculada, fue como clavar la hoja y girarla.
Vida sintió que algo se partía dentro. No supo si fue el corazón o esa ilusión que había llevado tanto tiempo alimentando en silencio. Tragó saliva, dejando que las voces se perdieran a su espalda, y subió a su cuarto con el vaso de agua intacto.
En algún lugar del pasillo, comprendió que nada volvería a sonar igual cuando Miguel le hablara.
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Miguel lo notó al instante.
No fue algo que Vida dijera, sino todo lo que dejó de decir.
Ya no lo esperaba en la cocina con los codos apoyados en la mesa y esa sonrisa que se le formaba solo al verlo. Ya no buscaba su mirada al contar una anécdota, ni soltaba esos comentarios irónicos que lo hacían reír aunque hubiera tenido un día de perros.
Estaba ahí, sí… pero como si no estuviera del todo. Como si algo se hubiera apagado sin previo aviso.
—¿Qué pasa, guapa? —le preguntó al tercer día de ese nuevo silencio.
Ella asintió sin mirarlo, sin detenerse siquiera.
—Estoy cansada, eso es todo.
Pero no era solo cansancio. Era otra cosa. Algo que no lograba pillar.
Porque Vida seguía ayudando en la casa, salía a pasear con Clara, hablaba con todos… menos con él. A él lo esquivaba. Como si su sola presencia le molestara, o peor, le doliera.
Miguel se quedó más tiempo en casa esa semana. Se ofreció para ir al súper, hizo de chófer de Clara, hasta se puso a arreglar un estante flojo solo por estar cerca. Para ver si lograba entender. Pero cada intento era como hablarle a una pared.
Una tarde, buscando la cartera en el comedor, escuchó risas desde el patio del fondo. La voz de Vida, más suave que de costumbre, y la del abuelo, que se reía con esa tos arrastrada y cálida.
No pensó en espiar, pero sus pasos se hicieron lentos, y acabó quedándose detrás del pasillo, sin hacerse notar. Entonces la escuchó decir:
—A veces me siento tan tonta, abuelo… —su voz se quebró—. Como si todo lo que imaginé fuera una mentira. Como si me hubiese montado yo sola una película en la cabeza y ahora no supiera cómo bajarme.
—¿Por Miguel, niña? —preguntó el abuelo, con esa calma de viejo que ya lo ha visto todo.
Ella asintió en silencio.
—Escuché a Valeria decir que le doy pena —susurró—. Que él lo dijo. Que estoy colgada y que soy una cría, pobrecita. Como si yo no valiera nada más que eso. Como si todo lo que siento fuera una tontería.
Miguel sintió que el mundo se le paraba. El aire se volvió espeso. El pecho, un nudo.9
—¿Y tú te lo has tragao? —preguntó el abuelo, con dulzura.
—No lo sé. Pero dolió. Y desde entonces no puedo dejar de pensar que quizá… tiene razón. Que para él yo solo soy un estorbo, una cría.
—Vida, hija… tú podrás ser muchas cosas, pero una carga, jamás. Y Miguel… —el abuelo hizo una pausa, como midiendo bien las palabras—. Miguel es un buen chaval, pero hasta los buenos se equivocan. O tardan en espabilar.
Ella bajó la cabeza.
—Estoy cansada de tanto pensar, abuelo.
Miguel dio un paso atrás, sin hacer ruido. El corazón le golpeaba fuerte, como si quisiera salir corriendo antes que él.
No entendía cómo Valeria podía haberle dicho eso. Ni por qué Vida lo creía. Porque jamás había dicho que le daba pena. Jamás la vio como una cría. Todo lo contrario. Vida lo sacudía. Lo descolocaba. Le hacía sentir cosas que ni se atrevía a poner en palabras.
Horas después, con la urgencia de quien necesita reparar algo antes de que se rompa del todo la buscó.
La encontró en la cocina, fregando una taza como si fuera lo único que importara en el mundo.
—Vida —dijo, serio, parándose frente a ella—. Tenemos que hablar.
—Estoy ocupada —respondió sin mirarlo.
—Por favor. He escuchado lo que le has dicho a mi abuelo. Y quiero aclararlo.
Ella se quedó quieta. Las manos le temblaron levemente, pero no se dio la vuelta.
—Jamás he dicho que me das pena. Jamás. Valeria… no sé por qué lo ha soltado, pero no es cierto.
—No hace falta que lo expliques, Miguel. Ya lo tengo claro —dijo ella, bajito, con una dignidad triste.
—No, no lo tienes claro. No eres una niña para mí. Eres la persona con la que más me gusta hablar, la que más me hace reír, la que más me descoloca. Me importa lo que te pasa, cómo estás, lo que sueñas. Y no me lo estoy inventando.
Vida apretó los ojos con fuerza.
—¿Entonces por qué no dijiste nada? ¿Por qué dejaste que ella hablara así?
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Editado: 22.08.2025