A destiempo

Capítulo 22: Un silencio nuevo.

La casa estaba en penumbra cuando volvieron.
El aire de la fiesta parecía aún pegado a sus ropas: perfume dulce mezclado con humo, el eco distante de conversaciones superpuestas, el latido residual de la música que les había estado golpeando el pecho.
Pero ahí dentro, el silencio era otro mundo.
Un silencio espeso, expectante, que parecía escuchar.

Clara e Inés, con el cansancio pintado en el rostro, se despidieron con abrazos somnolientos antes de subir las escaleras. El crujido de los peldaños bajo sus pies fue menguando hasta desaparecer, como si ellas también se hubieran desvanecido dentro de la oscuridad de la planta alta.

Miguel se quedó quieto en el recibidor, sin mirarla.
Vida soltó el bolso sobre la mesa, escuchando el leve golpe que pareció resonar demasiado en aquella quietud. No dijo nada. Él tampoco. Entre ambos, había algo contenido, una cuerda tensa que ninguno parecía querer pulsar por miedo a romperla.

Fue ella quien se movió primero.
Caminó hacia el patio, como quien busca un respiro urgente. La noche estaba templada, y un olor a tierra húmeda flotaba en el aire. Las luces cálidas de la terraza apenas delineaban su figura. Se agachó, se quitó los tacones y los sostuvo un momento en la mano, sintiendo la presión reciente todavía marcada en sus pies. Luego los dejó a un lado y permitió que el frío de la madera le subiera por las plantas, como un baño de realidad después del calor y la confusión de la fiesta.

Se apoyó en la baranda y dejó escapar un suspiro largo, uno que llevaba atrapado desde el momento en que Valeria se había alejado sonriendo, dejando aquellas palabras como un veneno silencioso.

Detrás, escuchó los pasos de Miguel. Un sonido apagado, casi sin intención, pero presente. Él se situó junto a ella, replicando su postura: codos en la baranda, mirada perdida en la oscuridad del jardín.

—¿Por qué tan callado? —preguntó Vida, forzando una sonrisa ligera que sabía que él no vería.

Miguel no contestó. Sacó un cigarrillo del bolsillo interior de la chaqueta. Él casi nunca fumaba; de hecho, la última vez que lo había visto hacerlo fue después del cumpleaños de Clara, y entonces tampoco había querido hablar. Encendió el cigarrillo, y en ese instante breve la llama del encendedor dibujó su rostro: mandíbula tensa, labios apretados, un gesto grave que no encajaba con el hombre que horas antes la había tomado de la cintura para bailar.

—A veces… —dijo al fin, exhalando una nube de humo que el aire nocturno se llevó sin piedad— hay cosas que es mejor no revolver.

Vida ladeó la cabeza, buscando sus ojos.
—Pero si esas cosas todavía te afectan… no están enterradas —replicó con suavidad, intentando sonar comprensiva y no inquisitiva.

Él esbozó una sonrisa mínima, desprovista de calidez.
—Valeria sabe cómo provocar. Es su especialidad. Siempre lo ha sido.

El nombre salió de sus labios con un peso extraño, como si contuviera recuerdos que él no estaba dispuesto a soltar.
Vida lo sintió, como se siente un cambio en la temperatura del aire.

Se acercó un poco, acortando la distancia que había entre sus cuerpos.
—Miguel… —dijo, despacio— yo puedo entenderlo. Sea lo que sea, no tienes que cargarlo solo.

Él giró la cabeza para mirarla. Sus ojos no eran fríos, pero tampoco estaban abiertos para ella. Había algo… una ternura incómoda, mezclada con un destello de lástima que le erizó la piel.

—Vida… eres muy chica aún. Hay cosas que no entenderías.

La frase cayó sobre ella como un golpe invisible.

—¿Muy chica? —repitió, intentando sonreír, aunque sintió que la voz le salía más frágil de lo que quería.

—No lo digo para herirte —explicó él, apartando la mirada hacia el jardín—. Es solo que… hay experiencias que no puedes comprender si no las has vivido. Y yo… no quiero que te manches con mi pasado.

Vida sintió cómo se le cerraba algo por dentro. No era solo que le estuviera ocultando información; era que la estaba apartando, poniéndola en un lugar ajeno al suyo, como si la línea que los separaba fuera infranqueable.

—Entiendo… —susurró. No estaba segura de entender, pero lo dijo porque no quería suplicar.

Miguel dio una última calada al cigarrillo, lo apagó en el cenicero y se acercó a ella. Le rozó la mejilla con los dedos, un gesto suave que, en otro momento, habría sido una caricia cálida.
—Créeme cuando te digo que no tiene importancia.

Vida asintió, pero sintió que algo invisible se quebraba dentro de ella. La frase “eres muy chica aún” resonaba como un eco cruel. Y lo peor era que él parecía creerlo de verdad.

Miguel entró en la casa primero, sin volverse a mirarla. Vida lo siguió despacio, con pasos que parecían más pesados a cada metro. La casa estaba sumida en un silencio denso, roto apenas por el crujido de la escalera cuando él subió al segundo piso.

Ella se quedó en la sala. Fue apagando las luces una a una, como si cada clic fuera un cierre pequeño y definitivo. Al final, la penumbra lo cubrió todo. Desde ahí, escuchó el suave chasquido de una puerta cerrándose arriba.

Se dejó caer en el sofá, abrazando las rodillas. Cerró los ojos, y las imágenes regresaron con una claridad que la incomodó: la tensión de Miguel cada vez que Valeria estaba cerca, su mirada esquiva, la manera en que su voz cambiaba con ella, como si hubiera palabras que solo podían decirse entre ambos.

No era solo incomodidad. Era… algo que estaba vivo todavía.

La sonrisa de Valeria volvió a su mente, esa mezcla de dulzura y veneno que parecía diseñada para desarmar a cualquiera. Y con ella, las palabras que había lanzado con fingida inocencia: “Algunas cosas nunca se olvidan.”

Un escalofrío le recorrió la espalda. No sabía si el frío venía de la noche o de lo que intuía detrás de esa frase.

Se levantó y caminó hacia la ventana que daba al patio. Afuera, la luna bañaba las hojas con una luz fría, casi metálica. Apoyó la frente contra el cristal. El vidrio estaba helado, y esa sensación le ayudó a contener algo que amenazaba con desbordarse.




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