A destiempo

Capítulo 24: Otra manera de querer, es posible.

Desde que Clara le contó todo sobre Valeria, algo había cambiado en Vida. No era solo el peso de la historia, sino la certeza de que Miguel merecía algo mejor. Algo que no doliera.
Y aunque ella sabía que no podía borrar su pasado, sí podía mostrarle que también existía otra manera de querer.

Los días empezaron a encontrar un ritmo nuevo para Vida. Por las mañanas, el colegio. El bullicio de los pasillos, el murmullo de las clases empezando, el aroma a café que escapaba de la sala de profesores. Allí, entre apuntes y cuadernos, iba recuperando sonrisas que no recordaba haber tenido desde hacía tiempo.

Algunas tardes quedaba con Clara y sus amigos en la plaza del barrio. Se sentaban en un banco, con helados o latas de refresco, hablando de todo y de nada.

En casa, la relación con Paco se había vuelto cada vez más cercana. El abuelo tenía ese modo de hablar pausado, con silencios que pesaban tanto como sus palabras. Una tarde, mientras Vida le dejaba una taza de té sobre la mesa, Paco la observó con una mezcla de ternura y picardía.
—¿Sabes una cosa, muchacha? —dijo, apoyando las manos sobre el mantel—. Desde que estás aquí, mi nieto ha vuelto a tener brillo en los ojos.
Vida sonrió, intentando disimular el calor que le subía a las mejillas.
—No creo que sea para tanto.
—Claro que sí —replicó Paco, con firmeza—. Antes caminaba como si llevara un saco de piedras encima. Ahora… hasta silba cuando va al trabajo. No me digas que eso no tiene que ver contigo.
Ella bajó la mirada, girando la cucharilla entre los dedos.
—Solo intento que sepa que… merece estar bien.
—Y lo está —asintió Paco—. Lo estás ayudando más de lo que piensas.

Las mañanas con Clara también se habían convertido en una costumbre. Caminaban juntas hasta el instituto, esquivando charcos y comentando lo que había pasado el día anterior. Una mañana fresca, con el cielo cubierto, Clara rompió el silencio de golpe:
—Vida… ¿puedo decirte algo sin que te mosquees?
—Claro.
—Se nota que hay algo entre tú y Miguel. No sé qué es exactamente, pero… es especial.
Vida la miró, sorprendida.
—¿Y eso… te parece bien?
Clara sonrió con calma.
—Más que bien. Si él está feliz y tú también, yo lo apoyo. Siempre.
Vida sintió un nudo dulce en el pecho.
—Gracias, Clara. No sabes lo que significa para mí.
—Solo prométeme una cosa —añadió, medio en broma—. No dejes de hacerle reír.

Pero no todo fluía sin tropiezos. Valeria seguía apareciendo, como una sombra elegante en los momentos menos oportunos. Siempre impecable, con su perfume reconocible incluso antes de verla, encontraba la forma de cruzarse con Miguel.

Al principio, Vida pensó que eran coincidencias. Pero pronto se dio cuenta de que no: Valeria iba mucho a la casa. Llamaba a la puerta con cualquier pretexto —“pasaba por aquí”, “traía algo que me sobró”, “quería enseñarle a tu abuela una receta”— y siempre era recibida con afecto por la abuela María.

—¡Hija! —exclamaba María al verla—. Pasa, pasa, que hace siglos que no te veía.
—Ya me conoces, María, siempre a mil… pero tenía que venir —respondía Valeria, con esa voz dulce que sonaba ensayada.

La abuela la había visto crecer y, para ella, seguía siendo “la niña buena del barrio”. Estaba convencida de que “había cambiado” y que la Valeria de ahora nada tenía que ver con la que un día hirió a Miguel.
—La vida le habrá dado sus golpes —decía María, sirviéndole café—. Todos merecemos segundas oportunidades.

Vida, desde la cocina, fingía que buscaba algo en un cajón mientras escuchaba. No le gustaba el modo en que Valeria se acomodaba en la mesa como si fuera suya, ni cómo se inclinaba hacia Miguel para contarle algo en voz baja, como si compartieran un secreto que nadie más debía oír.

Una tarde, incluso, Valeria dejó caer un comentario delante de ella.
—Miguel, ¿te acuerdas de aquel viaje a Valencia? —preguntó con una sonrisa que parecía inocente.
—Sí, claro —respondió él, sin darle demasiada importancia.
—Qué tiempos… —y luego, mirándola de reojo—. No todos los recuerdos se olvidan tan fácil, ¿verdad?

Clara, que estaba a un lado, le apretó la mano a Vida por debajo de la mesa, como diciendo tranquila, no le des el gusto.

Incluso Paco, en una sobremesa posterior, le comentó en voz baja:
—La tal Valeria… es muy lista, pero demasiado insistente. Miguel ya no es el mismo chaval que se dejaba arrastrar por tonterías. Ahora… —y la miró por encima de las gafas— ahora tiene algo que perder, y eso lo hace más fuerte.

Vida entendía lo que quería decir, pero no podía evitar esa sensación de intrusión. Porque por mucho que intentara convencerse de que Miguel estaba de su lado, Valeria parecía decidida a no desaparecer.

Y, aunque los días seguían llenándose de momentos compartidos y gestos que hablaban más que cualquier palabra, esas visitas a la casa, siempre con la complicidad de la abuela María, eran como pequeñas grietas que amenazaban con abrirse si no se cuidaban bien.

Una tarde de sábado, Vida estaba recostada en el sofá, riendo en una videollamada con su madre y su hermana. La luz suave de la tarde entraba por la ventana, y el aroma del café recién hecho llenaba el salón.

Miguel entró por la puerta, dejando las llaves en la mesa. Al escuchar las voces, frunció el ceño curioso.
—¿Con quién hablas? —preguntó, acercándose.
—Con mi mamá y mi hermana —respondió Vida, girando la pantalla para que pudiera verlas.

Miguel sonrió y, sin dudar, se sentó a su lado.
—¿Puedo saludar? —dijo, aunque ya estaba acomodándose junto a ella.
—¡Hola! Soy Miguel.

Del otro lado hubo un instante de sorpresa, seguido de sonrisas amplias.
—¡Así que tú eres Miguel! —exclamó su madre con tono cómplice— Hemos oído hablar de ti.
—Espero que para bien —respondió él, sonriendo con un deje tímido.

La conversación fluyó como si se conocieran de siempre. Hablaron de tonterías, del clima, de anécdotas cotidianas.




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