A destiempo

Capítulo 27: Un amor a la vista.

El otoño se estaba instalando en Madrid con ese aire fresco que anuncia días más cortos y noches que invitan a reunirse. En el pueblo, las fiestas anuales se acercaban, una tradición que marcaba el ritmo del año y era el momento en que todos —familiares, vecinos y amigos— se encontraban para celebrar. Las calles se engalanaban con guirnaldas de luces, las plazas se llenaban de música, y el aroma a churros, castañas y comida casera flotaba en el aire, envolviendo a todos en una atmósfera de alegría y pertenencia.

Para Vida y Miguel, aquella fiesta era más que una simple celebración: era un espacio donde podían ser ellos mismos, lejos de las dudas, los secretos y las sombras que a veces se colaban en sus vidas. Un lugar para mostrarse, para sentirse cerca, para avanzar sin prisa pero sin pausa en ese vínculo que crecía día a día.

La noche había caído con suavidad sobre el pueblo, teñida de colores cálidos que provenían de las luces colgadas entre los árboles y los postes de luz. La plaza vibraba con música folk, mezclada con las conversaciones animadas de familias y grupos de amigos que recorrían los puestos repletos de comida, artesanías y pequeños tesoros.

Vida apareció entre la gente con un look sencillo, cómodo. A Miguel le encantaba que no intentara impresionar a nadie. Tenía una manera de vestir relajada, sin esfuerzo por llamar la atención, y aun así —o quizá por eso mismo— le parecía la mujer más hermosa de toda la plaza. Había algo en cómo se movía dentro de esa ropa amplia y sin pretensiones que lo volvía loco.

Caminaron juntos entre los puestos y las luces, rozando sus manos de vez en cuando, sin prisa. Las miradas de Miguel se posaban en ella con una mezcla de ternura y deseo. Sabía que Vida sentía lo mismo, porque la notaba cerca, escuchando cada palabra, compartiendo silencios.

Estaban rodeados por Clara, Inés, Javier y Franco, quienes charlaban y reían sin sospechar nada. Pero Miguel sentía la tensión en el aire: Javier no dejaba de lanzar miradas a Vida, buscando captar su atención de manera descarada, intentando que ella se fijara en él.

Miguel apretó ligeramente la cintura de Vida, como recordándole que estaba allí, y que sólo él tenía ese lugar en su vida. El roce de sus cuerpos le daba fuerza, y aunque no dijo nada, su mirada fija en Javier era suficiente para expresar lo que sentía: no iba a permitir que nadie se interpusiera.

—Vida… —dijo Javier, inclinándose hacia ella con una sonrisa—, ¿me concedes este baile?

Ella vaciló, mirando fugazmente a Miguel, que apenas se movió, pero apretó un poco más su cintura en una clara advertencia.

—Eh… estoy bien aquí —respondió Vida, con una sonrisa amable pero cortante.

—Vamos… —insistió Javier, con un tono más atrevido—, sólo un baile, no pasa nada.

Miguel clavó la mirada en él, sin decir palabra. No hacía falta. Su mano en la cintura de Vida se mantuvo firme, posesiva.

—De verdad, Javier… mejor otra vez —dijo ella, apartando la vista y pegándose un poco más a Miguel, como buscando refugio.

Javier se encogió de hombros con una mueca que intentaba disimular el rechazo, pero Miguel supo que aquello no había terminado. Y también supo, con más fuerza que nunca, que no iba a permitir que nadie cruzara esa línea.

Vida sintió el calor de la mano de Miguel en su cintura, más firme que antes. No necesitaba mirarlo para saber que estaba conteniendo algo, un impulso que, si no fuera por la gente alrededor, ya se habría desbordado.

—Vamos —susurró él, inclinándose lo justo para que sólo ella lo oyera.

No esperó respuesta. La tomó suavemente de la mano y, con una naturalidad estudiada para no levantar sospechas, se apartaron del grupo. Caminaron entre la gente, mezclándose con la multitud que bailaba, hasta que encontraron un rincón medio oculto detrás de un puesto de comida, donde la música llegaba amortiguada.

—¿Te das cuenta de cómo te mira? —dijo Miguel, su voz baja, cargada de celos—. No me gusta.

Vida lo miró, entre sorprendida y divertida.
—No tienes que ponerte así…

—Claro que sí —replicó él, acorralándola suavemente contra la pared de madera—. Porque eres mía. Y no soporto que otro piense que puede acercarse.

Ella sintió su respiración chocar contra la suya. No había enfado en sus ojos, sino deseo. Un deseo que crecía con cada segundo que pasaba.

—Miguel… nos pueden ver —murmuró, aunque su cuerpo no se apartó.

—No van a ver nada —contestó él, acercando su boca a la suya.

El primer beso fue lento, como si estuviera reclamando su lugar. Pero enseguida se volvió más intenso, más urgente. Las manos de Miguel se deslizaron por su espalda, atrayéndola contra él. Vida dejó escapar un suspiro que él atrapó con sus labios, y en ese instante, todo el ruido del pueblo desapareció.

Sus cuerpos encajaban como si hubieran estado hechos para encontrarse ahí, en ese rincón, con las luces del festival filtrándose entre los huecos de la madera y el olor a castañas asadas envolviéndolos.

—No puedo dejar de pensar en vos… —susurró Miguel, rozando su nariz con la de ella—. Ni un segundo desde la otra noche.

Vida cerró los ojos, sintiendo que el mundo podía derrumbarse y aún así ella se quedaría ahí, atrapada en ese instante.

—Yo tampoco —respondió, antes de volver a besarlo, más hondo, más sin miedo.

La música subía en el fondo, pero en ese rincón sólo se escuchaban sus respiraciones. Y aunque sabían que debían volver con los demás, ninguno de los dos parecía dispuesto a romper el hechizo todavía.

El beso se volvió más hambriento. Miguel la sostuvo por la cintura y la pegó contra él, como si quisiera dejarle claro que ahí, en ese espacio reducido, no había lugar para nadie más. Vida sintió cómo sus dedos se apretaban en su cadera, arrastrándola un poco más cerca.

—Si supieran… —murmuró ella, con una sonrisa apenas dibujada entre beso y beso.

—No me importa —respondió él, con voz ronca—. Pero por ahora… es nuestro secreto.




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