Cada tarde, después de las clases, Vida encontraba un momento junto a la piscina. Se sentaba en la reposera con su mate y un libro, dejando que la brisa cálida de Madrid le despejara la mente. Era su pequeño refugio, un instante robado para ella misma, pero también para Miguel.
Él llegaba puntualmente, como si tuviera un imán que lo guiara hacia ella. Se sentaba en el borde de la reposera, lo más cerca que podía sin romper la promesa que se habían hecho. Hablaban de cosas simples: el libro que ella leía, alguna anécdota de la universidad, planes de viaje que algún día podrían hacer juntos. Todo con una naturalidad que hacía parecer que nada más existía alrededor.
Pero bajo la superficie de la calma, el deseo y la tensión crecían. Vida sentía que cada roce accidental de sus manos, cada risa compartida, era un recordatorio de lo que querían pero no podían permitirse. Cada tarde terminaba con un beso en la frente de Miguel, un abrazo rápido, y el suspiro largo que él dejaba escapar antes de irse. Ambos sabían que esos momentos eran un regalo prohibido, y eso los hacía aún más intensos.
Al mismo tiempo, Javier empezaba a acercarse más a Vida. Primero con comentarios en clase, luego con risas compartidas en la plaza con Clara y sus amigos. Siempre intentando captar su atención, intentando provocar sonrisas que no fueran para Miguel. Vida notaba su insistencia y se sentía incómoda, pero no quería herirlo. Sin darse cuenta, cada interacción hacía que Miguel se tensara más al verla sonreír hacia otro.
—No hace falta que me expliques nada —le dijo Javier un día, mientras compartían una merienda en casa de Clara —. Ya lo entiendo todo.
Vida lo miró sorprendida.
—¿Qué entendes?
Él sonrió, un poco travieso y un poco serio.
—Que estás triste… y que te gustaría que alguien estuviera más cerca de ti. No hace falta que me digas nada, lo veo en tu mirada.
Miguel, desde lejos, vio la conversación y sintió cómo se le apretaba el pecho. Sabía que cada pequeño gesto de Javier, cada intento de acercamiento, era un riesgo. Y para empeorar las cosas, Valeria apareció ese mismo día, acercándose a él con una sonrisa calculada y palabras que se le pegaban al oído:
—¿Ves cómo la mira Javier? Los otros chicos también. Siempre buscando llamar la atención. No te conviene relajarte con esa niña… todavía es muy joven.
Miguel tragó saliva. Sabía que lo que decía Valeria era cierto, Javier no le quitaba los ojos de encima, pero el dolor de escucharla meterle dudas lo hacía más pesado. Cada tarde con Vida se volvía un equilibrio delicado: la cercanía que los hacía felices y la promesa que los contenía, mientras él luchaba contra los celos que Valeria provocaba.
A pesar de todo, cuando Miguel se sentaba a su lado y sentía el calor de su mano rozando la de ella, el mundo exterior desaparecía. Vida sentía lo mismo, un torbellino de emociones que la hacían estremecerse, pero también la mantenían firme en su decisión de esperar. Cada mirada, cada sonrisa compartida, acumulaba amor, deseo y ternura, como un hilo invisible que los unía más allá de la distancia y las reglas que los separaban.
Los días pasaban, y esos momentos secretos se repetían, pequeñas cápsulas de felicidad que solo ellos compartían. Era un tiempo robado, pero valía cada segundo. Miguel podía sentir cómo su corazón se aceleraba con cada contacto, con cada gesto de Vida, mientras ella notaba cómo su presencia le daba un calor que nadie más podía darle. Y aunque la tentación crecía, ambos se aferraban a la promesa que habían hecho, conscientes de que la paciencia sería la llave para un futuro donde podrían estar juntos sin límites ni miedo.
Mientras la tarde caía y el cielo se teñía de naranja, se despedían con un beso en las mejillas, un suspiro y la certeza silenciosa de que nada ni nadie podría borrar lo que sentían. Cada uno regresaba a su rutina, con la cabeza llena de pensamientos, el corazón latiendo fuerte y la anticipación de volver a encontrarse al día siguiente.
Pero detrás de esa calma, la amenaza de Valeria y los celos de Miguel creaban una tensión que hacía que cada encuentro fuera aún más intenso, más urgente y más necesario. Cada tarde, cada mirada, cada roce contenía todo lo que no podían decir en palabras, y eso los mantenía vivos, conectados, y deseando que la espera no durara demasiado.
Los días siguientes parecieron arrastrarse con una calma engañosa. Cada tarde, Vida y Miguel repetían su pequeño ritual junto a la piscina: él aparecía, se sentaba a su lado, compartían unos mates y alguna broma suave, evitando cruzar esa línea invisible que habían prometido no pasar. Pero por debajo de esa calma, algo se iba cargando.
Fue en una de esas tardes cuando Javier apareció. Llegó con una bolsa de galletas y una sonrisa franca.
—Clara me dijo que estabas aquí —comentó, dejando la bolsa sobre la mesa—. ¿Mate?
Vida dudó un segundo antes de asentar con una sonrisa amable.
—Claro.
Miguel, que estaba acomodado en la reposera de al lado, no dijo nada. Se limitó a observar, con el mate detenido a mitad de camino, cómo Javier se inclinaba hacia Vida para hacerle un chiste. Ella rió, no demasiado fuerte, pero lo suficiente como para que a Miguel se le tensara la mandíbula.
—Mirá, te traje estas —continuó Javier, sacando las galletas—. Sé que las de acá no son como las de Argentina, pero se acercan.
Vida sonrió, genuinamente agradecida.
—¡Qué atento!
Miguel dejó el mate sobre la mesa y se puso de pie.
—Voy a buscar algo en la cocina —anunció, con un tono neutro que no engañaba a nadie.
En la cocina, abrió la heladera sin buscar nada en particular. Escuchaba las voces a lo lejos, el murmullo de risas compartidas, y cada carcajada de Vida le pesaba como un recordatorio incómodo. Sabía que no podía reclamar… pero eso no apagaba el fuego que le ardía en el pecho.
—Mirá —dijo él, acercándose con el teléfono en la mano—. Encontré estas fotos de mi último viaje, te van a encantar.
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Editado: 22.08.2025