Durante esos días, Miguel y Vida mantenían su pequeño ritual junto a la piscina cada tarde. Ella en la reposera con el mate, él a su lado, conversando de cualquier cosa que no fuera lo que realmente querían decirse. Pero, mientras ellos se aferraban a esa promesa silenciosa, alguien más empezó a moverse entre las grietas de su rutina.
Javier.
Al principio parecía casual. Pasaba por el jardín, saludaba con una sonrisa y seguía su camino. Pero poco a poco se quedó más tiempo, se sentaba en la otra reposera, le mostraba música desde el móvil, contaba historias graciosas que la hacían sonreír. Vida intentaba mantener la cordialidad, pero no podía evitar sentir la tensión que Miguel irradiaba desde el otro lado del patio. Cada vez que Javier se inclinaba un poco para enseñarle algo, rozando su hombro, Vida se encogía levemente, incómoda, y Miguel apretaba la mandíbula, las manos cerradas en puños dentro de los bolsillos.
Los días eran cada vez más fríos, y ese sábado, en lugar de salir, Clara decidió organizar una noche de cine en su casa. Desde la tarde ya estaban todos: Inés, Franco, Javier, Clara y Vida. El living olía a palomitas recién hechas y a chocolate; la mesa baja estaba cubierta de bolsas de golosinas y refrescos.
—He traído las más aterradoras que encontré —anunció Clara, agitando un par de carátulas como si fueran cartas de póker.
Rieron, hicieron apuestas sobre quién se asustaría primero y, después de encender el televisor, se acomodaron en los sillones: Franco y Clara acurrucados en uno, mientras que en el otro se sentaron Inés, Javier y Vida.
Desde el principio, Javier pareció encontrar cualquier excusa para acercarse más a ella: alcanzarle las palomitas, comentarle una escena al oído, rozarle el brazo con una naturalidad ensayada. Vida sonreía de vez en cuando, intentando mantener las distancias, aunque Inés, desde su lado, lo observaba con el ceño ligeramente fruncido.
Mientras tanto, Miguel había quedado con sus amigos Mario y Luis en un bar del centro. Entre risas y rondas de cerveza, intentaba relajarse, aunque la conversación se quedaba siempre a medio camino; su cabeza estaba en otro lado.
Y entonces, apareció Valeria.
—¡Pero si es el mismísimo Miguel! —exclamó con una sonrisa amplia, acercándose con un vaso en la mano.
—Valeria… —dijo él, educado pero tenso.
Ella se sentó sin pedir permiso, cruzando las piernas.
—Estábamos hablando de ti el otro día… Bueno, más bien de tu “amiga” —remarcó la palabra con un brillo malicioso—. Vida, ¿no? Qué acento tan dulce tiene… se nota que los trae a todos loquitos.
Miguel frunció el ceño.
—No empieces…
—Ay, Miguel, si solo digo lo que es evidente —se encogió de hombros—. Es muy joven, y se hace la buena… pero seguro que sabe perfectamente cómo tiene a todos pendientes de ella.
Él apretó la mandíbula, pero antes de poder contestar, Valeria inclinó la cabeza y bajó la voz.
—Además… —sus labios dibujaron una sonrisa lenta—. Te echo de menos. Echo de menos nuestros encuentros.
Miguel le sostuvo la mirada, seco.
—Eso es cosa del pasado.
Ella se inclinó un poco más hacia él, como si el bar entero hubiera desaparecido.
—Ya lo veremos.
Ese tono le revolvió algo en el estómago, no precisamente agradable. Se levantó de golpe, dejando a sus amigos desconcertados.
—Me voy —fue lo único que dijo antes de salir del bar.
La noche estaba helada. Caminó rápido hasta su coche y condujo sin pensar demasiado, hasta que, al llegar a casa, vio luces encendidas en la sala de estar.
A través de la ventana, distinguió la escena: todos en el sofá, las luces bajas, una película proyectándose. Javier estaba peligrosamente pegado a Vida, su hombro rozando el de ella mientras le decía algo al oído. Ella reía… hasta que lo vio.
Miguel se quedó de pie en el marco de la puerta. No dijo nada, pero su presencia cortó el aire. La risa de Vida se apagó de golpe, y por un instante, todo quedó en silencio salvo el sonido de la película de fondo.
Vida fue la primera en levantarse del sillón.
—Voy a por más refresco —dijo, fingiendo naturalidad, pero evitando mirar hacia la puerta donde Miguel aún estaba apoyado.
No había dado tres pasos cuando lo sintió detrás. Miguel la siguió sin decir una palabra, su sombra proyectándose sobre la suya.
En la cocina, Vida abrió la nevera y tomó una botella fría. La dejó sobre la encimera, intentando ignorar cómo el silencio parecía cerrar el espacio entre ellos.
—¿Te lo estás pasando bien? —preguntó Miguel, con la voz grave y un filo de ironía que le arañó la piel.
Vida giró lentamente, alzando el mentón.
—No sabía que te interesara.
—Me interesa —replicó él, dando un paso hacia ella—. Me interesa porque no me gusta lo que veo.
—¿Y qué viste? —susurró, cruzándose de brazos para no mostrar que temblaba.
—A Javier demasiado cerca de ti. —Otro paso. Ya casi podía sentir su respiración.
Vida sonrió con un deje desafiante, aunque el corazón le golpeaba fuerte.
—Eso no es...
Miguel la miró como si quisiera romper esa distancia invisible que se imponían.
—Claro que lo es. —Y en un movimiento lento, la acorraló contra la mesada. Sus manos se apoyaron a ambos lados de su cuerpo, atrapándola.
Ella tragó saliva. El calor de su cuerpo, el olor a jabón y madera, todo la envolvía.
—Miguel… —susurró, pero no había advertencia en su voz, sino deseo contenido.
Él bajó la cabeza hasta que su frente casi rozó la de ella.
—Me estoy muriendo por besarte.
Vida lo miró fijamente, sin apartarse ni un centímetro.
—Un beso pequeño… no le hace mal a nadie.
Miguel dejó escapar un suspiro que rozó su piel. Sus labios estaban a un suspiro de los suyos cuando, de pronto, una voz interrumpió el momento.
—Perdón… —carraspeó Javier desde la puerta, con una sonrisa cargada de intención—. Vine a buscar las bebidas.
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Editado: 22.08.2025